I have my fears, but they do not have me.[1]
Peter Gabriel
Alguna vez la bella actriz Jane Fonda, quien padeció el suicidio de su madre a los doce años de edad, acotó: “Cuando están vivos, nuestros padres son la frontera entre nosotros y la muerte; cuando mueren, pasamos al primer puesto en la fila”. Traigo a colación esta sentencia porque ilustra a la perfección una de las raíces del miedo adulto: la partida y la ausencia de los padres, y la certeza de la muerte que se siente cada vez próxima.
Y es que cuando somos jóvenes pensamos que nuestros miedos se resuelven o desaparecen a medida que maduramos; pero, llegada la edad, nos damos cuenta de que sólo cambian de rostro: quizá ya no nos dé miedo “el Coco”, pero a cada paso sentimos el crujir del hielo quebradizo de la incertidumbre; ya no hay una mamá que nos reprenda, pero nuestro crítico interno, el perfeccionismo o las ideas catastróficas siguen impidiéndonos vivir con libertad y aplomo. Y ya ni decir de fobias o trastornos de ansiedad de los que es casi imposible librarse del todo.
Haciendo un examen personal, hace poco caí en cuenta de que el miedo siempre ha sido mi azote. No sé si por la carencia de un padre fuerte que me ayudara a vencer mis aprensiones o si fue debido a la crianza sobreprotectora que tuve, pero recuerdo haber temido a casi todo: a la oscuridad, a los terremotos, a los fantasmas y al mismo Diablo, también al viento fuerte y a hechos improbables, como la aparición de un ovni o de un caimán gigante. Desde entonces, una idea fija ronda en mi cabeza: algo terrible puede pasar en cualquier momento.
Un amigo me aconsejó una “terapia de choque” y someterme a actos temerarios como saltar en bungee o visitar un cementerio de noche; en cambio, amigas y parejas me han sugerido un enfoque más amable, basado en la comprensión y la aceptación del propio carácter. Pero el fuego no se sofoca soplándole a la llama, sino aplicando algo que la neutralice, y al buscar antónimos del miedo es que di con las tres ideas que propongo como remedios: fe, optimismo y valentía.
Para los católicos, la fe es una de las tres virtudes teologales y, en palabras sencillas, significa creer en Dios, en su bondad y la perfección de sus designios, cualesquiera que éstos sean; fuera del dogma cristiano, la fe tiene que ver con las creencias religiosas y espirituales del individuo. En ambos casos, la creencia en un “poder superior” —ya sea el dios hebreo, la Naturaleza, el Universo o hasta el determinismo científico— libera al individuo de la ansiedad por sus propios errores y tiene un impacto positivo en su salud mental.
El optimismo, por su parte, está muy mal entendido en nuestros días, en gran parte debido a la difusión de la “positividad tóxica”, la errada noción de que, sin importar dificultades o reveses, uno debe mantener una actitud positiva. Dos definiciones útiles nos las brindan el padre de la logoterapia, Victor Frankl, que acuñó el término “optimismo trágico” para referirse a la búsqueda de sentido durante las inevitables tragedias de la vida; la otra noción del optimismo es budista y se define como el convencimiento de que, sin importar lo que nos depare el futuro, tendremos los recursos para enfrentarlo y sacar una lección de ello.
Por último está la valentía, que tiene muchas facetas: desde la que vincula con el arrojo frente a situaciones de riesgo —como los saltos en bungee que me sugería mi amigo— hasta la valentía cotidiana ante los pequeños peligros de la vida, la valentía moral de “hacer lo correcto” sin importar las consecuencias o la actitud valerosa, un convencimiento interno de que, de ser necesario, te atreverás a enfrentar efectivamente un problema, peligro o agresor.
Como vemos, las tres nociones coinciden en algo: para vencer el miedo, hay que rendirnos ante él y aceptar lo incierto y lo trágico de la vida y nuestros errores, no como algo fatal sino sencillamente inevitable, intrínseco a la existencia. Para sostenerte, puedes creer que “el hilo de tu vida lo tejieron los dioses mucho antes de que nacieras”, como decían los vikingos, lo cual alude a la predestinación en que creen por igual religiosos y astrofísicos; o bien, si como Nick Cave “no crees en deidades intervencionistas”, sí puedes poner tu valor, tu optimismo y tu fe en ti mismo, en las personas a tu alrededor y en la bondad aleatoria y salvadora que, a cada tanto, nos brinda un desconocido…
[1] “Tengo mis miedos, pero ellos no me tienen a mí”. Tomado de la canción “Darkness”.