Le digo, doc, que esa mañana se despertó más temprano que de costumbre. Resulta normal para cualquiera tener la sensación de estar comenzando una nueva vida el día del propio cumpleaños, pero en su caso era puro regocijo: por fin iba a tener una fiesta normal. Y es que, durante la primera fase de su maldita enfermedad, le fue vedada cualquier actividad fuera de casa: a los diez años le diagnosticaron que se irían modificando progresivamente sus huesos hasta que él y sus seres queridos vieran reflejada en el exterior la devastación interna. Estaba condenado a convertirse en un monstruo repugnante y a permanecer así hasta el día de su muerte, que los médicos no sabían si ocurriría en semanas, meses o años.
Los primeros días fueron terribles para nosotros. Su madre, su hermano mayor, su hermana y yo deliberábamos respecto a su caso y sobre lo que haríamos mientras él, desde su recámara, apenas alcanzaba a escuchar los argumentos. Poco a poco estas conversaciones se convirtieron en juntas familiares que se prolongaban hasta altas horas de la noche. Hablábamos de la creciente disminución de nuestra calidad de vida debido a los gastos médicos y de los derechos de los otros hermanos a ser felices; mi esposa y yo incluso discutíamos sobre quién tenía la carga genética que había traído aquella desgracia. Al final siempre caíamos en el tema de la inconveniencia de permitir que fuera visto en público.
Él comprendía el significado de las decisiones tomadas y, en cierto modo, las disculpaba. No se sorprendió cuando le pidieron que saliera de su cuarto y se encerrara en el baño de visitas para que el herrero y el carpintero pudieran trabajar. Al regresar a su recámara, miró con tristeza que habían instalado un pequeño acceso que sólo podía ser abierto desde afuera, así como barrotes metálicos que protegían la ventana. Sus sospechas se vieron confirmadas cuando me despedí de él con un “Lo siento, hijo”. Cerré la puerta y giré la llave. Desde entonces, durante cada santo o cumpleaños, y ocasionalmente por alegrías familiares, le fueron deslizados por la puertecilla discos compactos, un aparato de sonido y una pequeña televisión a color; también le llegaron libros, revistas y videos. Además, cada semana su madre entraba para cambiar las sábanas de la cama, verificar el progreso de la enfermedad y asear el baño. Mi hijo se aficionó a ver la televisión por las noches y a dormirse con la radio encendida a un volumen que era apenas perceptible para los demás habitantes de la casa, pues los ojos y oídos de los demás estaban siempre atentos al más mínimo ruido.
Sumido en este aislamiento fue que se le ocurrió la gran idea: celebrar su cumpleaños fuera de su habitación. Quería que sus antiguos amigos fueran localizados e invitados. Iba a cumplir la mayoría de edad y creía merecer un festejo que, durante años, le había sido negado. Hubo agrias discusiones entre los miembros de la familia, pero él nos pidió un poco de comprensión, pues extrañaba a todos y realmente quería festejar su cumpleaños. “Después de todo, no nací deforme y no tengo la culpa de lo que me sucede”, escribió en una nota para terminar de convencernos; en ella también decía que durante años había atisbado por la cerradura de su recámara todas las fiestas de cumpleaños de sus hermanos, y que el momento que le parecía más alegre era cuando, después de apagar las velitas y al son de “¡Mordida, mordida!”, el festejado daba un pequeño mordisco al pastel, mientras una mano aparecía repentinamente por detrás de la cabeza del festejado y la hundía casi por completo en los adornos y el pan del postre.
Amigos y familiares fueron convocados y advertidos acerca de la deformidad de mi hijo. Además, les enviamos una copia de su carta, y yo mismo los preparé para la sorpresa que le tenía reservada: todos estuvieron de acuerdo en actuar de la forma más natural posible. El día del cumpleaños, comenzó la fiesta y todo fue como él lo había imaginado. Creo, doc, que nunca fue tan feliz. El momento esperado llegó, todos los invitados participaron en el rito que él tanto había soñado experimentar: “Queremos pastel, pastel, pastel…” y, finalmente, escuchó el tan ansiado “¡Mordida, mordida!”. Inclinó su cuerpo lentamente, abrió su pequeño remedo de boca y se acercó al pastel. De pronto, sintió una mano que, suave pero firmemente, empujó su rostro hacia el fondo del pastel. Pero no escuchó estallar las carcajadas de los invitados mientras el pan y la crema invadían su boca. Sólo alcanzó a oír la voz de sus hermanos y la de su madre: “¡Así, papá! ¡Más, más!…”
¿Ya tan pronto, doc? Disculpe. ¡Qué lástima que tengamos sesión con psicólogo sólo una vez al mes. En fin, me despido. Ya sabe: debo volver a mi celda a rumiar mis pensamientos por los próximos treinta años.