
Todo lo que hacemos es música.
John Cage
No sea usted malpensado. No me refiero a ese éxtasis que viene en comprimidos de colores y que genera un estado artificial de euforia, sino al de verdad: al éxtasis místico en el que el individuo se trasciende a sí mismo y alcanza la unión de su Yo finito con la divinidad, más allá de la comprensión racional. De ese tema hablan San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús; pero este artículo no es acerca de ellos.
Santa Hildegarda de Bingen (1098-1179) —Hildegard von Bingen, en su lengua original— nació en la localidad alemana de Bermersheim vor der Höhe, en la región del Rhín. Se le conoce como “La sibila [1] del Rhín” y fue elevada a los altares como Doctora de la Iglesia en 2012. Además de filósofa, mística cristiana, abadesa y profeta, ejercía el arte de la composición musical y, de hecho, fue la primera compositora cuya biografía conocemos. Entre otros logros, fundó los monasterios de Rupertsberg, escribió textos sobre teología, botánica y herbolaria, además de supervisar la manufactura de los manuscritos iluminados de su obra Scivias. Y, de seguro, también preparaba un soberbio rompope…
Pero todo ello, aunque muy interesante y notable para una mujer de su tiempo y condición, es terreno para alguien avezado en el esclarecimiento de las verdades eternas. Lo que nos ocupa hoy son sus setenta y siete cánticos litúrgicos —además del Ordo Virtutum o “El ritual de las virtudes”, una obra moralizante— que sobreviven hasta el día de hoy y que durante las dos últimas décadas han sido objeto de numerosas revisiones por parte de músicos contemporáneos.
La historia dice que, desde los cinco años, Hildegarda tenía visiones extáticas y por ello sus padres la entregaron a la vida monacal. Nunca recibió educación musical formal, pero componía y cantaba canciones en alabanza de Dios y los santos, dotadas de una belleza y una profundidad que sólo pueden comprenderse a la luz de sus hallazgos místicos. La doctora Nancy Fierro, del Mount St. Mary’s College, dice: “Toda la belleza y profundidad en el trabajo teológico, filosófico y cosmológico de Hildegarda pueden encontrarse concentradas en su música. Para ella, la música era un concepto que lo abarcaba todo: era una sinfonía de ángeles que alababan a Dios, las proporciones perfectas de las esferas celestes, el exquisito entramado del cuerpo y el alma, y el diseño de las creaciones de la Naturaleza. Era la manifestación de la vida expandiéndose hacia una unidad de voces cantando alabanzas a Dios […] Hildegarda usa la música para iluminar las verdades espirituales”.
Se dice que Hildegarda escuchaba la música de las liturgias a través de la ventana de su celda, descifrando sus modos y entendiendo la interacción entre palabras y sonidos. De esa forma, compuso antífonas, responsorios, secuencias e himnos con melodías únicas, a la manera de los cantos gregorianos —que anteceden a la polifonía coral a la que estamos acostumbrados. A diferencia de la música de su época, sus composiciones tenían registros emotivos muy amplios, como si hubiera querido unir al Cielo y a la Tierra.
Pero, a pesar de todos sus méritos, la música de Hildegarda estaría reservada a los tímpanos de unos cuantos eruditos en música antigua, de no haber sido por una afortunada secuencia de hechos. Todo empezó en 1990, cuando el músico Michael Crétu lanzó su proyecto Enigma, que mezclaba sensual música bailable con cantos gregorianos y, como resultado, la música religiosa se popularizó en todo el mundo. Luego, en 1994, vinieron los monjes cantores de Santo Domingo de Silos, que con su álbum Chant se convirtieron en estrellas de la industria musical. Y ese mismo año, aprovechando la fama de los encapuchados, el sello musical Angel Records —el mismo que lanzó Chant— sacó al mercado Vision: The Music of Hildegard von Bingen, en el que el exotismo de los etéreos cánticos de la sibila del Rhín se acentúan con atmósferas ambient del tecladista Richard Souther. Los puristas, desde luego, se rasgaron las vestiduras; pero fue gracias a este “sacrilegio” que los cánticos de éxtasis de una mujer ascendida al Cielo hace nueve siglos alcanzaron los oídos de millones de personas y les compartieron un poco de su misticismo y espiritualidad. Alabado sea el hallazgo, ¿no cree?
Hasta el próximo Café sonoro…

[1] En la mitología grecolatina, la sibila es una profetisa que toma su nombre de la joven hija del troyano Dárdano, de nombre Sibila, que tenía el don de la profecía.