Mi mamá tenía un tío que vivía a las afueras de la Ciudad de México. El tío Gustavo salía de su casa todos los días a la misma hora y, con su séquito de gatos, caminaba a lo largo de la calle pavimentada. De una manera casi ceremoniosa, colocaba las manos en los bolsillos de sus pantalones y avanzaba a un ritmo acompasado, sin prisa, envuelto en un mundo ajeno al del resto. Sus zapatos, ortopédicos pero elegantes, rechinaban como ha de rechinar el gis en el pizarrón sobre el cemento de la banqueta.
El tío Gustavo era rico, soltero y sin hijos. Sus aficiones eran los gatos, el dinero y su mundo imaginario. Ante los ojos infantiles de quienes lo observábamos, era el padre de todos los gatos, el líder de una manada. Desde que salía de su casa poco antes del atardecer, hasta que regresaba ya con la luz caída, se le escuchaba llamar, uno a uno, a todos sus mininos, que eran más de veinte; durante el día, andaban libres por las calles, las copas de los árboles o los tejados, pero al anochecer, tras oír la voz de su amo, regresaban a casa para comer y dormir cerca de sus pies.
Los gatos más viejos del tío Gustavo andaban libres por la casa, arriba de lo que se les antojara: libros, pinturas, ropa; lo que fuese. Era su territorio. Cuando se abría la imponente puerta de madera de la casa del tío, un penetrante y ácido olor a orín perforaba mi nariz. Luego, los animales salían de sus escondites y me miraban con ojos filosos, que me mantenían al margen, casi arrinconada.
Nosotros, los niños, teníamos que sentarnos en un sillón escarlata lleno de manchas apestosas, mientras mi mamá y las tías bebían té con el tío. Paulatinamente, las visitas a su casa se hicieron menos frecuentes, hasta que dejamos de visitarlo por completo. Cuando preguntaba el porqué, mi mamá decía que era imposible entrar a su casa, que Gustavo se había convertido en un gato viejo, gruñón y malhumorado.
Tras la muerte del tío, mi madre recibió de herencia un gato y un tenedor de plata. El tenedor, por imposible que parezca, olía a orines de gato, y el gato era uno viejo que murió poco tiempo después.
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Cuando se siente deprimida, mi amiga Faustina sale en su camioneta a rescatar perros tirados a orillas de alguna carretera sinuosa. Me asegura que es algo que ha hecho desde niña —su mamá siempre la regañaba porque, al regresar de la escuela, traía animales mancos, cojos, o moribundos y pulgosos; ahora, en eso consiste su terapia. Va en su pickup, llorando ante el volante, deprimida y, al poco rato, regresa más tranquila, casi sonriente, con uno o dos perros maltrechos en la cabina de la camioneta. Cuando los canes ganan peso y recuperan su energía, Faustina parece verdaderamente feliz. “Soy la mamá de más de veinte perros”, siempre dice, orgullosa.
Y pensar que en la Prehistoria los animales no representaban nada más que nuestra cena. Con la domesticación, los humanos comenzaron a utilizar a los perros —evolucionados del lobo— para asistirlos durante la cacería: rastreaban, perseguían y recuperaban las presas que habían matado sus amos. Los gatos, por otro lado, se volvieron útiles hasta que el hombre comenzó a sembrar y almacenar cosechas y granos; dichos felinos, evolucionados del gato salvaje —Felis silvestris—, resultaron aliados perfectos para ayudar a controlar las plagas de ratones y otros roedores.
Una cosa llevó a la otra y, gradualmente, las mascotas se convirtieron en miembros de la familia. Ahora, la mayoría de los dueños de perros o gatos se refieren a sí mismos como “mamás” o “papás” de los mismos, y hay quienes celebran el cumpleaños de su mascota o la llevan con el terapeuta para animales. También están los que mantienen una especie de relación conyugal con su can: viajan, comen en restaurantes, van al cine y a reuniones sociales en feliz compañía.
Algunos expertos aseguran que la relación entre la gente y los gatos siempre ha sido diferente a la que se tiene con los perros. Una teoría dice que esto se debe a que el comportamiento de ambas especies responde a una herencia primitiva, anterior a la domesticación. En el mundo salvaje, los gatos son cazadores solitarios y nocturnos; los perros, en cambio, son animales sociables que trabajan en grupo y permanecen activos durante el día. Tales características se trasladaron a la esfera doméstica: los canes necesitan de constante atención e, incluso, parecen infelices si no se les incluye en las actividades familiares; los gatos, por su parte, son invisibles durante el día y aparecen al anochecer, sobre todo si desean ser alimentados. Los perros pueden pasar horas enteras en compañía de sus amos, pero el interés de los gatos en las actividades humanas es limitado.
Si algo recuerdo del tío Gustavo, es su eterno mundo imaginario y su constante necesidad de aislarse de las personas. Todavía puedo verlo afilando los ojos, contemplando como si la vida fuera material de una gran novela que ocurría constantemente en su cabeza. Era tímido e introvertido y la gente le aburría terriblemente.
Mi amiga Faustina, en cambio, no pierde oportunidad de salir a los parques con sus más de diez perros atados a sendas correas y, de paso, saludar a otros canes y sus amos. Su casa siempre brilla, su trabajo es más bien uno ejecutivo y le encanta reunirse con sus amigos amantes de los perros y hablar de cosas de perros.
Mi tío, medio neurótico, murió rodeado de sus felinos, pero dejó un gran mundo fantástico y oloroso a orín de gato a nuestra merced —libros, pinturas y otras exquisiteces. Faustina vive preocupada por la limpieza y los horarios, y se esfuerza por ser una buena amiga y una figura social. Sólo a veces se extravía y pasa horas llorando frente al volante, mientras busca un alma perdida y abandonada que la necesite.