Cuando somos muy pequeños y entramos al preescolar, nuestros contactos con el mundo social comienzan a forjarse. Se nos asigna un salón, y dentro de esa aula, conoceremos a quienes se convertirán en nuestros primeros amigos. Es en dicha etapa que nuestra personalidad empieza a moldearse y que elegimos a nuestros compañeros de juego con base en aquello que nos gusta hacer o, sencillamente, por una necesidad imperiosa de pertenecer. A nadie le gusta ser el niño que se columpia solo en los juegos del parque.
Sin embargo, esto no sólo sucede cuando somos pequeños. Con el paso del tiempo, aprendemos que somos seres sociales y que pertenecer a un grupo es vital para sobrevivir a la escuela, al trabajo y hasta en el hogar. Parece una tarea fácil, considerando que llevamos toda nuestra vida practicando; pero, a veces, al querer encajar en un grupo nos perdemos a nosotros mismos en el proceso. Es como si tratáramos de embonar una pieza de rompecabezas en un lugar equivocado: cuesta trabajo y la pieza del juego puede dañarse o romperse.
Esto es muy distinto a la sensación de pertenencia. Pertenecer es que la pieza que somos nosotros embone a la perfección y cree un patrón armónico en el rompecabezas. Cuando pertenecemos, no nos sentimos incómodos, cuestionados o agobiados; por el contrario, podemos ser nosotros mismos. Pues bien: aquí te comparto una experiencia en la que, para encontrar su caja, una niña tuvo que naufragar y atravesar tormentas de lágrimas hasta encontrar otro barquito igual al suyo que la llevó a tierra firme…
***
La bolsa de galletas cayó al suelo y el papel se desgarró con el impacto. Las chocolatinas salieron disparadas en todas direcciones y los trozos de nuez cubrieron el corredor.
—Cómetelas —ordenó una voz chillona.
Las risas rebotaron en las paredes, multiplicándose hasta volverse insoportables.
—No quiero —susurró la niña de coletas con broches de conejitos.
Su mamá le había comprado las galletas antes de dejarla en la escuela. El recuerdo de la sonrisa de su madre provocó que las lágrimas se precipitaran a las comisuras de sus ojos, impidiéndole ver con claridad los rostros que se arremolinaban en torno a ella, asfixiándola.
—Estamos jugando a la casita y tú eres el perro. Los perros comen su comida en el piso.
Alguien comenzó a ladrar. Hubo más risas.
La niña se arrodilló lentamente. Sus ojos estaban clavados en las migajas desperdigadas. Su boca a unos centímetros del suelo. Los oídos le zumbaban. Al menos, así dejó de escuchar las risas de Karla y de su séquito. ¿Por qué jugaba con ellas? ¿Por qué ella era la única que no se divertía?
—¡Déjenla en paz!
Un torbellino de cabellos rubios irrumpió en el círculo y empujó a las niñas con fuerza. Karla cayó de un sentón en el piso y comenzó a llorar. La niña de las coletas de conejito contempló atónita a la niña nueva, que le tendía la mano con una sonrisa.
Juntas, dejaron atrás al grupo y se dirigieron a los columpios. Después de jugar en ellos un rato, la niña de las coletas rompió el silencio:
—Gracias.
—Te llamas Andrea, ¿verdad?
La niña asintió.
—¿Por qué te juntas con esas niñas, si te tratan tan mal?
Andrea la miró desconcertada y, de nuevo, le entraron ganas de llorar. ¿Cuántos recreos como aquél había vivido ya? ¿Cuántas veces había acudido a las maestras en busca de ayuda, para que sólo le respondieran que tenía que aprender a convivir con sus compañeras? ¿Cuántas veces las maestras la habían obligado a dejar sus libros para ponerse a jugar con los demás? La hacían sentir como si ella hubiera sido la que estaba haciendo algo malo, y parecía que el crimen más grande era no querer encajar en el grupo de Karla.
—No sé… —respondió Andrea lentamente.
La niña rubia la miró fijamente. Se llamaba Anna, era nueva en el colegio y siempre estaba trepando árboles o retando a los niños en el fútbol. Las maestras habían tratado de agruparla con las niñas, pero parecía una misión imposible: Anna semejaba una cometa que se dejaba llevar libre por el viento.
—Te propongo una cosa, Andrea —dijo con una sonrisa—: todos los recreos vamos a estar tú y yo juntas.
—¿De verdad? —la miró con los ojos abiertos de par en par.
—Sí —sentenció Anna apeándose del columpio—, desde hoy seremos mejores amigas.
Anna extendió su dedo meñique y se lo ofreció a Andrea, quien no dudó en entrelazarlo con el suyo.
***
Veinte años después de aquel día, mi amistad con Anna sigue siendo igual de fuerte. Jamás rompimos nuestra promesa. Con Anna aprendí la diferencia entre encajar y pertenecer; desde entonces, cada que siento que estoy forzando mi pieza en un rompecabezas equivocado, recuerdo las chocolatinas en el piso y a aquel torbellino que llegó a salvarme.