(Trad. Fernando N. Acevedo)
Antes de las fiestas estaba en Galicia, sea por diferentes razones, bastante laicas, en peregrinaje (como mis antepasados de los siglos medievales) a Santiago de Compostela. Cerca de Santiago está La Coruña, y en La Coruña hay un museo, bastante reciente, de la ciencia y la tecnología. Ya me habían invitado antes porque, decían, allá hay un péndulo de Foucault, objeto al cual tiempo atrás había dedicado un texto mío. El pretexto no me había convencido porque los péndulos de Foucault tienen una curiosa característica: los hay en todos los museos del mundo, pero cada uno cree que es el único que lo tiene.
En resumidas cuentas terminé por ir, porque se había dado el congreso de la Asociación Española de Semiótica; vi el péndulo, debo admitir que es más bello y sugestivo que los otros, está dotado de un aparato didáctico inteligente (de una inteligencia de vanguardia que lo convierte en juguete apasionante, aunque sea especialmente dedicado a los niños.) El museo entero era absolutamente inteligente. Estuve jugueteando con dioramas y artilugios semimóviles inventados o reconstruidos por el genial director Moncho Núñez, y después fui invitado al planetario.
Los planetarios son siempre lugares sugestivos, porque cuando se apaga la luz se tiene en verdad la impresión de estar sentado en un desierto, bajo el cielo estrellado; pero aquella noche me había sido reservado algo extra. Sepan antes que nada que la astronomía es una ciencia rigurosa, y es posible saber cómo era el cielo bajo el cual meditaba Napoleón la última noche pasada en Santa Elena, o aquello que esplenderá sobre las cabezas de los bisnietos de nuestros bisnietos en una noche dada de los dos mil (o al menos la astronomía lo sabe, y si nosotros después mandamos la tierra al carajo y no hay bisnietos, la astronomía no tiene la culpa.) Es más, existen disquitos que pueden meter en su computadora y ordenar al programa que les haga ver el cielo de una noche a su elección sobre el meridiano y el paralelo que ustedes quieran. Pero, naturalmente, en la computadora ven ustedes puntitos, mientras que en un planetario es otra cosa.
Es así que en un momento dado, hecha la oscuridad completa, se difundió una bellísima canción de cuna de De Falla y lentamente (aunque un poco más deprisa que en la realidad, porque todo se desarrolló en un cuarto de hora) sobre mi cabeza empezó a girar el cielo que apareció en la noche entre el 5 y el 6 de enero de 1932 sobre la ciudad de Alejandría. Viví, con una evidencia casi hiperrealística, mi primera noche de vida.
La viví por vez primera, dado que aquella primera noche no la vi porque estaba volteado hacia otra parte. Quizá no la vio ni siquiera mi madre, extenuada por las fatigas del parto; pero quizá la vio mi padre, que salió calladito calladito al balcón, un poco agitado e insomne por el evento admirable (al menos para él) del cual había sido testimonio y remota concausa.
Estoy hablando de un artilugio mecánico realizable en muchos lugares con un poco de trabajo y buena voluntad, y quizá la experiencia ya la hayan tenido otros, pero me perdonarán si por quince minutos he tenido la impresión de ser el único hombre sobre la faz de la tierra (desde el inicio de los tiempos) en reunirse con el propio inicio. Es una emoción difícil de describir: se tiene la sensación (casi el deseo) de que se podría, se debería morir en ese momento, y en todo caso otros momentos serán bastante más casuales e inoportunos.
Es un regreso al útero, pero a un gran útero celeste. Es una sensación de reconocimiento (quizá para los Decanos del Zodíaco) no por el haber nacido y vivido, que de todos modos me ha ido como me ha ido, sino por haber tenido muchos años después la primicia de aquel espectáculo cósmico. Existe un sentido de sorpresa al poderlo revivir, único de verdad entre los mortales, porque podrá sucederle a los otros, aún a todos en un día, pero aquella concavidad y aquellas estrellas, con aquella disposición, reencontrada en ese momento, me era devuelta; eran cosas todas mías y de ningún otro.
De acuerdo, regresemos con los pies en la tierra. Era sólo tecnología, aunque sea nutrida y sostenida por un poco de fantasía. Pero no a todos les es dado encontrar al Aleph tropezando en una escalera, o mirar en el momento justo aquel vaso de cobre, golpeado por aquel rayo de sol, que decidió la vida de Jakob Böhme. Se toma aquello que se encuentra, o que te regalan.
Dicen que un día todos viviremos sensaciones indecibles cuando esté a disposición la realidad virtual. Pero como ven no es necesario esperar a que la pongan en comercio; hay quien hasta se contenta de encontrarla viviendo el mundo a través de la televisión. Yo me gocé mi sueño faustiano, creía como todos haber perdido mi momento para siempre, porque no se puede decir, so pena de la maldición, “detente, eres bello”. Y en su lugar me lo han restituido, aunque sea por quince minutos.
De La Bustina di Minerva (Bompiani, 2000).