A la montaña no se puede subir así nomás porque sí. Se debe tener algo porqué subir. Siempre que se suba a la montaña hay que entregarle algo, porque si no, algo puede quitarnos la montaña.
Bajo California: el límite del tiempo (1998)
En torno a las montañas se han forjado un sinnúmero de mitos y leyendas que pierden sus raíces en lo más profundo de la memoria colectiva humana. Su elevación natural sobre el relieve del paisaje es, tal vez, el rasgo conspicuo que las dota del poder para señorear sobre todo lo que habita en la faz de la Tierra —y hasta en las profundidades del Inframundo— y de la prominencia para alcanzar la gloria de los reinos celestiales donde mora la divinidad.
Dentro de la cosmogonía de muchos pueblos, la intervención de fuerzas divinas y sobrenaturales juega un papel importante en la configuración de estos accidentes geográficos. Así, dragones y serpientes aladas erigieron montañas con sus excrementos, dioses supremos las plantaron en la Tierra como tiendas de campaña o seres gigantes las forjaron al estropear, con su andar descuidado, la primigenia superficie lisa del planeta.[1]
Entre los Ainu, un grupo cultural original del actual Japón, no es extraño que las montañas tengan un papel significativo en sus mitos y leyendas, pues su tierra es una cadena de islas volcánicas montañosas. En sus historias narran que la diosa Izanami parió a las cuatro grandes islas que forman el país —Hokkaido, Honshu, Kyushu y Shikoku—, junto con los kami —dioses o poderes sagrados de la naturaleza— que las gobiernan.[2] De igual forma, Kimun Kamuy, el “Señor de las Montañas”, es la deidad de este tipo de paisajes que a menudo toma la forma de un oso.
Tan importantes son las montañas en su sistema de creencias que éstas tienen su propia deidad: Oyamatsumi, quien nació cuando el dios creador Izanagi cortó en pedazos al dios del fuego, Kagutsuchi. También tienen dioses para altas y bajas laderas, pendientes escarpadas y para el pie de la montaña, además de dioses exclusivos para cumbres específicas. Así, el Monte Miwa —ubicado en Honshu, dentro de la prefectura de Nara y con una altura de 467.1 metros sobre el nivel del mar— es la casa de Okuni-Nushi o el “Gran Maestro de la Tierra”.
Sin embargo, la cima más sagrada de todas y símbolo de Japón es el Monte Fuji, casa de la diosa Sengen-Sama. Esta montaña —de 3 mil 776 metros de altura sobre el nivel del mar, de figura cónica y que es tanto Parque Nacional como Patrimonio de la Humanidad, desde 2013— también es conocida como Fuji-san —“vida eterna”— o Fuji-yama —“montaña eterna”.
El Monte Fuji es un volcán joven, pues se estima que su forma actual se originó hace 5 mil años. Su última actividad tuvo lugar en 1707, cuando el 16 de diciembre comenzó una erupción explosiva cuyas cenizas llegaron a Tokio, ocultando al Sol. Después de eso no ha habido evidencia de actividad, con la excepción de una serie de fumarolas que desaparecieron en 1820.[3]
El folclor japonés sugiere que la etimología de Fuji es “inmortalidad”, pero no existe suficiente evidencia para aceptar esta idea. Otra etimología es la “Diosa del Fuego”, sin embargo también se considera deficiente. Aunque el significado de Fuji es obscuro, se cree que tiene una perfecta etimología japonesa que puede interpretarse como el “Señor del Fuego” o “Amo del Fuego”, nombre que se ajusta a la perfección para un volcán activo,[4] aunque de bajo riesgo.
Durante el mes de julio de cada año, alrededor de mil fieles suben al Monte Fuji para recibir el amanecer y rendir homenaje a Sengen-Sama. Los japoneses creen que hay que ascenderlo con respeto, ya que una leyenda del siglo XII cuenta cómo la diosa despedazó a los seguidores del héroe Nitta Tadatsune cuando éstos invadieron su territorio. Tadatsune, advertido para que se retirara o encontrara el mismo destino que sus seguidores, se retiró.
Dentro del sintoísmo, la religión nativa de Japón, el origen del monte se remonta a muchos siglos en el pasado, cuando un anciano halló una bebita en las laderas del Fuji y la nombró Kaguyahime. Ésta creció hasta convertirse en una bella mujer que terminó casándose con el emperador; siete años después, ella le confesó a su cónyuge que era inmortal y que debía regresar al Cielo. Para consolarlo por su partida, le obsequió un espejo en el que él siempre podría verla.
Enloquecido por la aflicción de perder a su amada, el emperador intentó reunirse a toda costa con ella en el Cielo. Para lograrlo, usó el espejo que ella le había dado para seguirla hasta la cima del Monte Fuji, pero su paso fue truncado y no pudo ir más lejos. Con pasión frustrada, el emperador prendió fuego al espejo y desde entonces emerge humo de lo más alto de la montaña sagrada.
Otra leyenda explica por qué el Fuji es la montaña más alta de Japón. Se dice que éste y el Monte Haku —otra montaña sagrada de la isla de Honshu, de 2 mil 702 metros de altura sobre el nivel del mar—, se enfrascaron en una competencia para definir al más alto. El Monte Fuji dijo que ostentaba ese título, pero el Monte Haku insistía en que él lo tenía. Para zanjar diferencias entre los montes, se pidió la intervención como juez del buda Amida.
El buda, sabiamente, conectó ambos picos con una caña, vertió agua y demostró que el Haku tenía razón en su afirmación, pues el agua del caño caía y fluía en cascada sobre el Fuji, por tener éste menos altura. Encolerizado y agraviado por lo que consideraba un insulto, el Monte Fuji golpeó la cima del Monte Haku para fragmentarlo en ocho picos y así logar ser el monte más alto del país hasta el día de hoy.
El filósofo japonés Daisetsu Teitaro Suzuki (1870-1966) decía que el amor de los japoneses a la naturaleza se debe a la existencia del Monte Fuji en el centro de la principal isla de Japón, pues su profunda belleza despierta en ellos sentimientos de espiritualidad pura.
[1] Cándido Manuel García Cruz, El origen de las montañas. I. Del mito y la superstición al neptunismo (2007).
[2] Neil Philip, Mythology of the World (2004).
[3] Luis Carcavilla Urquí, Atlas geológico de cuatro montañas míticas (2018).
[4] Studies in Japanese and Korean Historical and Theoretical Linguistics and beyond, “On the etymology of the name of Mt. Fuji”, Alexander Vovin (2018).