Quizás uno de los anhelos más grandes de los cronistas gastronómicos en México sea el de instalar en la cocina, a como dé lugar, a la eximia e infatigable Sor Juana Inés de la Cruz. No parece bastarles la intensidad de su quehacer teológico, ni su inmensa poesía y dramaturgia, ni su insaciable curiosidad por la astronomía y la lectura de textos inscritos en el Index librorum prohibitorum —obras de Kepler, Kircher y Copérnico— que su buen amigo, el soberbio don Carlos de Sigüenza y Góngora, le facilitaba. Lo que hoy interesa a las élites culinarias es especular sobre su vida íntima e intentar a ultranza —en formas que rozan la novelística— el fundamento de su supuesto oficio culinario. Sin embargo, es muy posible que Sor Juana estuviera más interesada en lo sutil del conocimiento y en su labor literaria que en las experiencias mundanas de la cocina.
Resulta innegable que la monja de ingenio ígneo cocinaba y que poseía al menos los conocimientos básicos del oficio. Cualquier novicia o profesa cumplía con este deber igual que con el de barrendera, rezandera o voz cantante en el coro —labores que cubrían bajo el esquema de semaneras—, lo cual las mantenía alternando entre las diversas oficinas —como la cocina y la despensa— de sus conventos. Además, Sor Juana también sabía comer; raro hubiera sido que no conociera los alimentos y sus reglas, de inspiración sensual y barroca, que se estilaban en las mesas de los virreyes de Mancera y Enríquez de Rivera, pues en esos lugares gozó el lugar de hija predilecta de la corte.
También, como se desprende de su obra, supo comer como cualquier otro hijo de vecino en calles y ferias, que con seguridad recorrió y gozó en sus mocedades en Amecameca. Las menciones de platillos populares, procedimientos culinarios —como en su Respuesta a Sor Filotea— y viandas callejeras que tímidamente se asoman en sus villancicos y décimas son fieles testimonios de que, a pesar de su condición, Juana Inés fue algo golosa. El haber profesado en un convento calzado, como el de la orden de las jerónimas, dio a la musa más oportunidad de tomarse licencias y ser menos inclinada a los ayunos que sus hermanas carmelitas descalzas o clarisas, recluidas en conventos observantes. Cocinar formaba parte, pues, de sus obligaciones, pero nada indica que fuera una de sus pasiones o que le dedicara más tiempo que el estrictamente necesario.
Como sucede con muchas otras leyendas de México, es probable que la historia de Sor Juana en la cocina la iniciara ese mitómano glotón que fue el cronista don Artemio del Valle-Arizpe. Fue él quien aventuró, por generalización, que Sor Juana había sido una maestra de la confitería y la repostería; aunque es de notar que la monja era entendida en esas labores, no existen pruebas fehacientes de tal afición y sí muchas de su adicción a la lectura, a sus primores literarios y al conocimiento del universo. En la más célebre de sus citas “culinarias”, Sor Juana habla de Aristóteles y la cocina, acusándole veladamente por no haber cocinado más, pero esto no pasa de ser una figura retórica —aunque los apologistas de la Sor Juana cocinera no dejen de argumentarla. El otro problema de la supuesta vocación coquinaria de la Musa de México es el impostado recetario que, se dice, compiló y firmó. Pero afrontémoslo: nunca nadie vio tal recetario manuscrito.
La mitología dice que un tal Joaquín Cortina poseía el documento, cuyo papel era del siglo XVIII, pero que no era sino una copia de un original lamentablemente perdido, el cual había sido firmado por Sor Juana y hasta comenzaba con un soneto suyo. El recurso del manuscrito perdido es tan viejo y conveniente como la literatura misma: cualquier historiador sabe que es posible conseguir papel antiguo para hacer falsificaciones. Ahora, si el mediocre soneto proemial que le atribuyen a Sor Juana fue realmente escrito por ella, es porque había perdido la prestancia, el estilo y la exquisitez de su lenguaje. La intensidad y volumen de su producción, su interés fuera de lo común por los telescopios y los astros, así como su encierro conventual y lo problemático de su vida en una sociedad novohispana mojigata y exigente, con seguridad hicieron que Sor Juana le otorgara a las labores del fogón un estatus de apenas necesarias y obligatorias.
El recetario que supuestamente compiló en San Jerónimo es corto y simple: sólo treinta y seis recetas, casi todas para elaborar platillos dulces, que carecen de indicaciones formales como temperaturas, medidas y cantidades —pues como era común en sus tiempos, había sido escrito para otra cocinera y no para una profana desconocedora del oficio. De cualquier modo, cuesta trabajo imaginar a Sor Juana escribiendo malos sonetos, recopilando recetas medianas y después firmando un documento culinario de destino incierto, en lugar de verla asomada por la ventana de su celda-biblioteca, con un libro hermético abierto sobre el atril y degustando, entre palabras salidas de su pluma de ganso, una que otra pastilla de las que sus hermanas jerónimas efectivamente horneaban en la cocina del convento…
Pastillas [1] de Santa Isabel, una receta del tiempo de Sor Juana
Ingredientes:
- ½ kg de manteca
- 3 huevos
- ½ kg de azúcar
- 1 kg de harina de trigo
- 75 g de almendras tostadas y molidas
- Canela en polvo
- Esencias de limón y de vainilla
Preparación
Se separan las claras de dos de los huevos. Se amasan bien junto con el tercer huevo y la manteca. Se cierne la harina, las almendras, un poco de las esencias y la canela. Se integra perfectamente la masa y se extiende con un rodillo de madera. Se cortan las pastillas con un molde circular, se untan por arriba y por abajo con clara de huevo un poco batida. Se hornean en una charola a menos de 210 ºC hasta que doren.
[1] De pasta, en diminutivo