
No era más que un estanque de patos…
Lettie Hemsptock decía que era un océano… que habían
llegado hasta aquí cruzándolo desde su tierra natal.
Neil Gaiman, “El océano al final del camino”
A mi esposa Lilly, en nuestro 25 aniversario de bodas.
Aunque podría contar con los dedos de una mano las veces que he visitado el mar, siempre he sentido por él una suerte de pasmo reverente. La primera vez tenía apenas ocho meses de edad. El testimonio de esa ocasión quedó plasmado en una fotografía: en ella, estoy sentado en la playa con la mirada perdida como expandiéndose hacia el infinito; mi papá me explicó que lo que había atrapado mi atención de esa forma era el mar. También me dijo que, incluso sin parpadear cuando él movió de arriba abajo su mano varias veces frente mis ojos, permanecí en esa especie de estado catatónico por muchos minutos. Aquella inmensidad verde-azul me había hechizado…
La segunda ocasión fue mucho después, con 16 o 18 años en mi haber, cuando asistí a un seminario de Espiritualidad y Psicología en Veracruz. En uno de los recesos, salí a la terraza que tenía vista al mar; cargaba conmigo un walkman y audífonos alámbricos que reproducían un tema de Vangelis a alto volumen… y cargaba también con el peso de docenas de problemas escolares y amorosos, pues nunca fui bueno para ninguna de las dos cosas; de pronto, en el clímax del solo de guitarra de “Comfortably Numb” de Pink Floyd, mi atención fue del oscuro pantano de mis fantasmas mentales hacia el océano tan azul, inmenso, insondable e inabarcable que parecía compartir igual proporción con el aletargado firmamento. Enseguida me invadió una extraña certeza: esa inconcebible masa de agua era apenas un reflejo de otra realidad, infinita y reconfortante, capaz de encoger cualquier circunstancia humana al tamaño de una brizna de polvo. Era ese mi verdadero Origen.
Algo parecido a esta experiencia describe Alejandro Jodorowsky en su libro Cabaré místico, diciendo que el primer indígena americano que se topó con el Gran Cañón seguramente se ató a un árbol para amortiguar la sensación de que se desprendía y catapultaba hacia el infinito. ¿Qué se esconderá detrás de esos prodigios naturales monumentales para despertar en algunas personas experiencias que parecen trascender las fronteras del Yo?

La ciencia dice que todos venimos del mar, de un caldo primigenio del cual emergimos arrastrándonos para después esparcirnos en una miríada variopinta y multiforme. Tal vez los seres humanos, en los abismos de nuestra genética, albergamos la memoria del océano del que surgimos y ello es lo que nos hechiza.
Hace unos días, mientras revisaba reels en Facebook, uno llamó mi atención. En él, un chico le comentaba a una chica que no había evidencia científica de que existiera algún tipo de Creador o un Más Allá, y la chica refutó con una pregunta: “¿Cuántos sentidos tienen las lombrices?” El chico contestó inmediatamente: “Olfato y tacto”. “Precisamente. Ellas no pueden percibir la luz, pero nosotros sabemos que la luz es una realidad, que existe; entonces quizá haya personas con más de cinco sentidos que pueden percibir realidades diferentes de las que la gente común percibe” —concluyó la chica.
Puede ser de esa forma. Quizás en un punto del desarrollo de nuestra especie teníamos esa clase de “sexto sentido” que nos mantenía conectados con todo: entendíamos la naturaleza, nos percibíamos como parte del todo e incluso manteníamos un lazo íntimo y perfecto con nuestro Origen. Ahora es como si hubiera desaparecido eso que otras especies aún conservan mientras que, en proporción opuesta, se retuerce en nosotros un sentimiento insoportable de orfandad, de vacío, de que somos una suerte de aborto de la creación. Nacemos inocentes y vacíos, pero a medida que vamos creciendo, cual recipientes nos vamos llenando de ideas, conceptos, prejuicios y creencias, y poco a poco nos alejamos de lo que éramos en un principio…

Pero yo estoy convencido de que existe un antídoto contra aquello que parece amputarnos del mundo. Quizá, por algún designio oculto, maravillas como el océano y el Gran Cañón nos recuerdan ese Origen, revelando un sendero que apenas atisbamos para retornar a la Fuente, para redescubrir verdades esenciales de la existencia si permitimos que nuestras almas vuelvan a ser tañidas por lo desconocido.
En pocas semanas iré con el amor de mi vida a celebrar nuestras Bodas de Plata —la cita, providencialmente ideada antes de que supiera que iba a escribir este artículo, está programada a orillas del mar— y también han pasado veinticinco años desde la última vez que contemplé aquel hermoso gigante verde-azul. El corazón me brinca en el pecho con emoción y miedo porque ignoro lo que me deparará. De lo que no tengo la menor duda es de que quiero volver a contemplarlo con la inocencia y el vacío imperantes de mis primeros años de vida. Y, así, recordar mi Origen.



