En uno de esos días en que todo sale mal, llegué a casa y me desplomé en el sillón, llorando desconsoladamente. De pronto sentí sobre mi pierna la pequeña pata de Sassy. Un sentimiento de tranquilidad fue reemplazando mi agobio. Miré sus ojos y mi llanto cesó. Sentí todo el amor de Sassy hacia mí con ese acto. Supe que era la persona más importante para ella, sentía que me amaba.
Tiempo después, Sassy enfermó. Las visitas al médico se hicieron más frecuentes, sus riñones dejaron de funcionar, y la vida de mi querida amiga se fue apagando poco a poco. Desperté una mañana, vi sus ojos cansados y perdidos, y supe que era el momento. Era como si con la mirada me gritara: “¡No puedo más!”. Ella me enseñó lo que es el amor incondicional. Durante trece años compartimos nuestras vidas, yo amé a Sassy incondicionalmente, y estoy segura que ella también a mí. Pero, ¿es esto cierto?, ¿en verdad los perros nos aman como nosotros a ellos?
Quienes hemos vivido con un perro sabemos del lazo afectivo que puede crearse con él —algo que quizá resulte difícil de creer para las personas que nunca han tenido un compañero canino— y sabemos que es un lazo experimentado como recíproco. A pesar del escepticismo que esta idea pueda provocar, existen estudios científicos que corroboran la intuición de que la relación entre un perro y su compañero humano puede ser tan estrecha como la que se establece entre un ser humano y otro.
Todo comenzó con nuestros antepasados cazadores y una criatura similar a los lobos modernos; los seres humanos les daban abrigo y comida y, a cambio, los lobos primitivos les brindaban protección y ayuda en la caza. A la larga, el vínculo se volvió afectivo. “Cuando el hombre despertó, dijo: ¿Qué hace aquí el perro salvaje? Y la mujer respondió: su nombre ya no es perro salvaje, sino mejor amigo, porque será nuestro amigo para siempre y por siempre jamás. Llévale contigo cuando vayas a cazar”, escribe Rudyard Kiplingen Los cuentos de así fue.
Evan MacLean y Brian Hare, investigadores de la Universidad de Duke, han explicado lo fundamental que es la mirada para establecer vínculos con nuestros amigos caninos. Según ellos, los perros, a lo largo de su evolución, aprendieron a leer nuestros gestos y a interpretar el tono de nuestra voz, por lo que pueden intuir nuestras intenciones.
También afirman que los perros experimentan emociones análogas al amor y el apego humanos. Algunos estudios sugieren que un perro tiene más probabilidades de acercarse a alguien que llora que a alguien que le está hablando. En ocasiones, el amor hacia sus compañeros humanos es incluso más intenso que el que le tienen a su propia camada. El trabajo de estos investigadores apunta a que el mecanismo detrás de dicho “amor” es hormonal. Así es, al final el amor, también en estos casos, tiene fundamentos químicos.
Ciertamente, el amor humano se expresa de diferentes maneras —para algunos más compleja y variada que un “simple lengüetazo en la cara”. Todos los mamíferos —y virtualmente todos los vertebrados— producimos oxitocina, una hormona fuertemente relacionada con los vínculos sociales y la felicidad. Cuando una madre mira a su bebé a los ojos, los niveles de oxitocina de ambos aumenta, lo cual desencadena un ciclo de retroalimentación que crea un fuerte vínculo emocional madre-hijo.
Un equipo de investigadores de la Universidad de Azabu, en Japón, se propuso determinar si el mismo mecanismo operaba en la relación de los perros con sus dueños. El estudio arrojó como resultado que la oxitocina sí tiene un papel importante en el desarrollo de estos vínculos afectivos. El experimento de los científicos nipones consistió en observar y medir las interacciones entre perros y dueños —caricias, miradas, habla, etcétera— durante media hora. Los niveles de oxitocina de ambos fueron medidos antes y después de la interacción. De este modo, los investigadores descubrieron un reforzamiento de los vínculos sociales a través de un mecanismo biológico; es decir, el circuito de retroalimentación detonado por la oxitocina, como ocurre entre padres e hijos.
Lo más notable fue el hecho de que la oxitocina aumentó considerablemente durante el contacto visual. Los dueños y sus respectivos perros que mantuvieron un contacto visual más prolongado registraron un mayor incremento en los niveles de la hormona. Cuando el mismo experimento fue realizado con lobos criados por humanos, éstos no buscaron la mirada de sus criadores, ni siquiera aquellos que tenían una relación estrecha con ellos. Según los investigadores, la ausencia de intercambio de miradas explica el hecho de que ni los lobos ni los seres humanos hubieran presentado un aumento en sus niveles de oxitocina.
Es prácticamente imposible saber qué piensan los perros, pero al analizar sus procesos cognitivos se han observado varias similitudes con los niños humanos. Esta es una opinión compartida por varios investigadores, y puede encontrarse, por ejemplo, en el libro de Gregory Berns Cómo nos aman los perros. Berns afirma que aunque muchos podrían pensar que los perros sólo nos quieren porque les damos de comer, el cariño de estos animales es mucho más complejo.
El tema, desde luego, continúa abierto a discusión y a la espera de nuevos descubrimientos. Pero más allá de la ciencia, nosotros deberíamos saber muy bien que la vida, el amor y el mundo vienen y existen en muchas formas, y que no hay, en principio, por qué dudar de las emociones de nuestros perros.
A mí me parece una posición enteramente razonable pensar que el amor no sólo se expresa del modo humano, pero que también hay un amor perruno —casi tanto como hay un espectro de colores perrunos, por ejemplo. Por suerte, muchos de nosotros somos felices sabiendo que alguna vez en nuestra vida tuvimos la fortuna de ser amados por un perro.