
Esa noche recorrí Insurgentes a pie, desde Álvaro Obregón hasta Benjamín Franklin, con la certeza de que, llegando a casa, mi padre me correría. Me atormentaba por una existencia sin rumbo, sueños ni estrella, con un fracaso matrimonial a cuestas, y por vivir con mis padres sin aportar nada a la economía familiar. Conocía mis errores e intentaba enmendarlos, pero el tiempo perdido jugaba en mi contra.
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Todas las tardes, y buena parte de las noches, las pasaba en la que entonces era mi escuela preparatoria, donde además de las trece materias del plan de estudios, contábamos con un enorme abanico de actividades extracurriculares. Yo me refugiaba en casi todas ellas, y no era el único. A muchos nos gustaba permanecer hasta altas horas de la noche platicando con el director académico que, además de profesor y amigo, era el padrino de mi primogénito. En una de esas ocasiones, le conté sobre mis remordimientos; a cambio, recibí un nombre que cambió para siempre mi modo de vivir.
Gurú Maharah-ji
Me sorprendí al escuchar al director hablando acerca de un hombre que tenía la capacidad de otorgar a otros algo llamado el conocimiento. Dijo que yo estaba listo para saber de qué trataba, para recibirlo y disfrutar de él por el resto de mi vida. Era la primera vez que oía hablar de Maharah-ji, un gurú que, con sus enseñanzas, ofrecía la posibilidad de tener una experiencia maravillosa. Terminó diciéndome: “Las pláticas sobre el conocimiento son los martes y jueves a las ocho de la noche, aquí a dos cuadras. Asiste a una, estoy seguro de que no te arrepentirás. Maharaj-ji ya tocó tu corazón“.
Satsang
Luego lo supe. Lo que mi profesor había hecho conmigo era darme satsang. Este término —derivado de las palabras sánscritas sat, ‘verdad’, y sanga, ‘compañía’— significa “hablar del conocimiento y de sus beneficios con personas que no saben de él”. Años más tarde, escuché al Maharah-ji decir que podemos intentar por todos los medios explicar lo que es un mango a alguien que nunca lo ha comido, pero por mucho que hablemos de él, nadie sabrá a qué sabe hasta que lo pruebe. Lo mismo sucede con el conocimiento: uno puede dar satsang a alguien —es decir, hablar de la experiencia personal con el conocimiento—, pero no por ello logrará que lo experimente. El propósito del satsang es comparable a describir un mango para que al otro se le antoje: una vez que en verdad ha despertado su interés, no cejará hasta satisfacerlo.
Selección
El martes siguiente, en la entrada de un edificio, vi a dos personas que brillaban, no como luciérnagas, fantasmas o extraterrestres: en sus rostros estaba reflejada la paz. Fui invitado a pasar a una salita con no más de veinte sillas; al frente había un asiento dispuesto para que alguien lo ocupara y hablara. Una música de origen hindú, bella y relajante, sonaba mientras el lugar se iba poblando; lo anterior, más que tranquilizarme, me hizo dudar: “Ya me mandaron a una secta”, me dije; pero luego pensé que mi profesor y compadre no parecía ser alguien que se dejara engañar por charlatanes; además, yo era libre de irme cuando quisiera. Decidí quedarme.
Llegada la hora, una persona que estaba sentada entre el público se levantó, caminó hacia el frente, encendió el micrófono, nos miró y suspiró sonriendo. ¡Jamás un suspiro me dio tanta curiosidad, tanta alegría, tanta envidia! Comenzó a hablar y sentí una confianza infinita al escuchar sobre su experiencia siendo feliz. A partir de ese día, no hubo martes ni jueves en los que no fuera a recibir satsang. Durante las pláticas, noté que había algunas personas —ya iniciadas, deduje— que nos observaban mientras escuchábamos. Dos meses más tarde, una de ellas se presentó como un iniciador. Nos explicó que este término respondía a que él, como otros más, había sido preparado personalmente por Maharaj-ji para dar el conocimiento en su nombre a aquellos que considerase preparados para recibirlo. Dicho esto, anunció que mencionaría los nombres de quienes, al finalizar el satsang, debían quedarse un rato más. Entre ellos estaba el mío.
Preparación
Las sesiones de satsang cambiaron de horario. Tenían la misma duración y la misma temática, pero ahora el orador principal era el iniciador. Cerca de un mes después, nos citaron para el gran día: un sábado a las doce. Debíamos ir desayunados, limpios y con ropa cómoda, pues estaríamos encerrados en aquel pequeño salón por alrededor de seis horas —con cuatro recesos— en las que, por fin, íbamos a recibir el conocimiento de nuestro iniciador.
¿Qué es el conocimiento?
Antes existía una especie de censura para hablar del tema abiertamente, pues se creía que saber de qué trataba el conocimiento sin haber recibido la preparación adecuada podía arruinar la experiencia del iniciado. Hoy día, Prem Rawat —que es el verdadero nombre de Maharaj-ji— considera que debe retirarse todo velo de misticismo sectario a algo tan bello, simple y hermoso: lo que él llama conocimiento son cuatro técnicas de meditación que ayudan al practicante a entrar en contacto con su esencia, cuatro caminos para conocerse a sí mismo. Nada más sencillo y, sin embargo, nada más difícil de encontrar por uno mismo y de practicar si no hay alguien que nos enseñe a hacerlo. Prem Rawat recibió de su padre el conocimiento y decidió que esa verdad —como todas las verdades— debía enseñarse de forma gratuita para ser practicada por todos los que desearan conocerla, sin distinción alguna. Con sólo introducir dicho nombre en un buscador de internet, el lector podrá enterarse de qué trata todo esto y saber qué necesita hacer para recibirlo.
Cabe mencionar que el conocimiento no cambió mi forma de ver la religión, no me siento un ser especial y tampoco me volví rico ni sabio ni poseedor de la verdad absoluta. Sólo sé que me conozco mejor y que, a pesar de los problemas que enfrento —como cada uno de nosotros debe hacerlo—, soy feliz. En realidad, todos somos iguales porque todos tenemos la posibilidad de alcanzar la felicidad.
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Entré a casa esperando lo peor con mi padre. En su lugar, cenamos juntos; durante la sobremesa, pude expresar mis temores y tener la humildad para pedir ayuda. Esa noche había escuchado hablar por primera vez del conocimiento y creo que se me notaba. Mi padre, en lugar de correrme de la casa, dejó la puerta abierta a una nueva oportunidad. Pocos años más tarde, me graduaba en una carrera técnica como el mejor de toda la escuela. Y he sido feliz hasta el punto final de este texto. ¿Casualidad?, ¿magia?, ¿destino? No sabría decirlo. Creo que fue uno de esos eventos que algunos llaman milagros, de los que hay muchos a lo largo del día, pero que sólo podemos ver cuando estamos dispuestos a tener los ojos abiertos.
