El padre Soárez terminó de poner el nacimiento en su capilla. Le preguntó Jesús:
—¿Por qué no pones también un árbol de Navidad? ¡Son tan bonitos!
—Ésa es una costumbre extranjera —dijo el padre Soárez.
—Para mí no hay extranjeros —replicó Jesús—. Anda, pon también un pino con esferas y foquitos de colores. Recuerda que en estos días me hago niño, y a los niños nos gustan mucho las luces y el color.
Armando Fuentes Aguirre, Teologías para ateos
La Navidad —palabra que deriva de natividad y significa ‘nacimiento’— es una celebración cristiana. Sé que esta obviedad, para algunos, puede resultar absurda y hasta chocante —el cristianismo continúa con su popularidad a la baja—, pero es tan cierta como también lo es el hecho de que lo que hoy conocemos como Navidad es el resultado de una inmensa amalgama de festividades y tradiciones no cristianas, como las Saturnales romanas y la druídica devoción a los árboles y el muérdago, por mencionar sólo dos ejemplos.
Para el que escribe, quien no tiene religión pero que lleva en la sangre el amor por la esencia del cristianismo, estas fechas lo llenan de una enorme ilusión y bienestar; tanto así que es a partir del 3 de noviembre, un día después del Día de Muertos, cuando en casa queda inaugurada la temporada navideña y los villancicos se transforman en la imprescindible banda sonora de cada día.
Pero tal fascinación por esta festividad —que, tristemente, cada vez pierde más terreno ante el consumismo y el “grinchismo”— no se dio por generación espontánea. Responsabilizo completamente a mi abuela materna, católica de hueso colorado. Era ella la encargada de que en la Noche Buena, con la casa repleta de tíos, primos y algunos amigos, la última posada se celebrara tradicionalmente; por ahí de las ocho, se rezaba el rosario y luego, durante la letanía a la Virgen —cantada en latín para aquella ocasión especial—, se transportaba en procesión, con velitas encendidas en mano, a los peregrinos.
Recuerdo, entre risas, a los chiquillos —incluido yo— respondiendo “Ora por dónde”, en vez del solemne Ora pro Nobis —Ruega por nosotros—, que debe seguir a cada alabanza a la Virgen. ¡Pero hay de aquel que fuera sorprendido en tamaña irreverencia!
La reprensión llegaba en la inesperada forma de un pellizco o un tirón de cabello.
Seguía la tradicional pedida de posada, tampoco exenta del jolgorio y las risas —“¡Yo adentro! ¡Yo afuera! ¡Por qué estás adentro si quedamos en que vas afuera! ¡Sáquese!”—. Después era hora de romper la piñata. Y, con perdón del lector, vuelvo a morir de risa al recordar aquella ocasión cuando el tío Manuel, encaramado en una barda con uno de los extremos de la cuerda, tiró muy fuerte en el momento justo en que se quebraba la piñata y, al quedarse sin contrapeso, se fue de bruces hasta el patio del vecino. No pasó del susto, cabe aclarar.
Entonces llegaba un peculiar momento, que no he conocido en otras familias: dentro de la casa, todos sentados, sosegados y atentos, escuchábamos la reflexión espiritual que hacía un mayor —algún tío, tía, o incluso alguno de mis papás— porque sabíamos que las luces, las velas, los adornos, la música, la cena, el árbol, la gala en nuestro atuendo y la alegría giraban en torno al nacimiento de Cristo, a quien habíamos elegido como centro de nuestra espiritualidad. “No hay fiesta sin festejado, mijo” —decía mi abuelita—, “y no hay verdadera Navidad sin Jesús”.
Después de la reflexión, llegaba la cena: el clásico pavo, los romeritos y la ensalada de manzana. Había otros platillos que, me parece, son exclusivos de mi clan, pues no son parte de la cena en otras familias: el caldo de camarón, el pollo a la ciruela, al cacahuate y a la naranja. No podía faltar, enseguida y para bajar lo cenado, el baile que clausuraba la noche por ahí de las dos o tres de la mañana; no obstante, la pachanga no se cerraba sino hasta la noche del 25 de diciembre, cuando la mayoría volvíamos a reunirnos para el recalentado.
La Navidad es la celebración del nacimiento de Cristo, aunque, sinceramente, se ha convertido más en sinónimo de consumismo exorbitante. Ella también está ligada a un concepto igualmente trillado y gastado al que todos conocemos como amor. Pero, ¿qué es en realidad el amor? No estoy interesado en hacer un estudio filosófico o científico al respecto; más bien, me gustaría recurrir a una descripción básica: amor es una caricia sincera, un abrazo, un beso, una sonrisa, un acto de comprensión, de compasión, una palabra de aliento… Ahora entiendo que la añoranza por aquellas navidades pasadas nace precisamente del amor que compartía con mis familiares y amigos; un amor que, en el fondo, intentaba emular lo que entendíamos como el amor perfecto e infinito de Dios.
En la actualidad, aunque mi tendencia espiritual sigue apuntando hacia el horizonte del cristianismo, sin dificultad puedo creer que todas las religiones son verdaderas; es por ello que pienso que la esencia de las palabras de mi abuelita puede ser esta: “No hay fiesta sin festejado. Y no hay verdadera Navidad sin verdadero Amor”.
¡Feliz Navidad a todos!