Si escuchas la palabra druida, es probable que imagines a seres con túnicas blancas y largas barbas, que vivían en los bosques para resguardar un conocimiento atávico y misterioso, pues gran parte de la información disponible en torno a este grupo está rodeada por un halo mítico y de leyenda.
Lo cierto es que los druidas —palabra griega que significa “hombres del roble”— eran personas de una jerarquía religiosa en sociedades celtas y, algunos dicen, con poderes mágicos. La región que habitaron es vasta: la actual Irlanda, el norte de España y de Inglaterra, y la antigua Galia, hoy Francia. Antiguos historiadores griegos y romanos los describieron como altos jerarcas y sacerdotes que se dedicaban a la adivinación, la sanación y a cuestiones judiciales, y que en determinadas circunstancias practicaban sacrificios humanos.
En el siglo I a. C., en su libro sobre la guerra de las Galias, el famoso militar y emperador Julio César escribió sobre los druidas: entre otras cosas, señaló que estaban exentos del servicio militar y del pago de impuestos. Por su parte, Diódoro Sículo y Estrabón mencionan que eran tan poderosos y respetados que, si se paraban entre dos ejércitos, se terminaba la batalla.
El geógrafo Pompolio Mela añadió que los druidas se sometían a una instrucción secreta que llegaba a durar hasta veinte años y tenía lugar en bosques y cuevas, donde se sentaban en troncos sagrados. Una fuente más, el filósofo Posidonio de Apamea, consideraba que eran hombres justos que se dedicaban a reflexionar sobre los astros y su “movimiento, sobre el tamaño del mundo y de la Tierra, el poder de los dioses inmortales y sus aptitudes”.
A pesar de todo lo anterior, no se tienen vestigios históricos de los druidas. Unos dicen que Stonehenge, el gran monumento megalítico de la prehistoria, fue levantado por los druidas; sin embargo, estudios arqueológicos han demostrado que el conjunto data de una época anterior a la presencia druídica.
Lo que sí existe es una referencia histórica de un druida, Galo Diviciaco, que fue amigo de Julio César; cuentan que fue un noble personaje y sacerdote, senador de los heduos —un grupo céltico de la Galia prerromana— y que, en el año 48, el emperador Claudio I lo nombró ciudadano romano.
Los druidas fueron famosos, entre otras razones, porque se creía que conocían los secretos de la naturaleza. Se dice, por ejemplo, que sabían de hierbas y de aguas medicinales; que eran astrónomos, geógrafos y matemáticos, que conocían los secretos de los bosques, practicaban el animismo —el cual otorga vida a seres inanimados— y respetaban a los árboles y a las piedras. Por lo demás, creían en la reencarnación y en numerosas divinidades.
El historiador romano Plinio “el Viejo” describe otros rituales druidas: por ejemplo, el uso del muérdago, que crece como parásito del roble y que para este grupo era una panacea, pues servía tanto como contraveneno como para fomentar la virilidad; esta planta debía cosecharse durante el sexto día lunar con una hoz de oro y, en ese momento, se sacrificaban dos toros.
En cuanto a la jerarquía social, se cree que entre los druidas estaban los Bardos, dedicados a la poesía y la música, inspirados por los dioses y encargados de conservar la historia; y también los Vates, que practicaban la adivinación en diversas formas, entre ellas el sacrificio, y tenían la misión de resguardar la sabiduría de la naturaleza.
¿Y dónde están ahora? Los misteriosos druidas del pasado desaparecieron a medida que el mundo romano y el cristianismo los fueron borrando. En la actualidad existen grupos, llamados neodruidistas, que buscan rescatar el pensamiento filosófico de los druidas, pero no son descendientes o herederos de este pueblo legendario, tan difícil de atrapar en la memoria histórica.