‘Reality shows’, redes sociales y “1984”, la novela de George Orwell

'Reality shows', redes sociales y "1984", la novela de George Orwell
Guadalupe Gutiérrez

Guadalupe Gutiérrez

El libro 1984 (1949) del inglés George Orwell es una de las novelas distópicas más leídas y aclamadas por la crítica. La historia sigue a Winston Smith, quien trabaja para el Ministerio de la Verdad de un estado totalitario llamado Oceanía, que exige a sus ciudadanos obediencia total incluso en pensamiento, a cambio de una falsa seguridad acompañada de la ilusión de libertad. Cuando Winston conoce a Julia, se atreve a desafiar al régimen opresivo en que vive y fugazmente experimenta un atisbo de verdadera libertad. ¿Cómo podría relacionarse esta novela sobre una sociedad regida por un gobierno tiránico con nuestra realidad?

En la novela de George Orwell —pseudónimo usado por Eric Arthur Blair para firmar novelas—, la piedra angular del exitoso control que ejerce el estado en Oceanía es la participación “voluntaria” de cada ciudadano en la hipervigilancia del régimen, bajo la promesa de que velar por los intereses del Partido y del Gran Hermano —la omnipresente entidad propagandística del mismo— es “la única manera de vivir seguros y libres”. Aunque Orwell no se detiene a explicar la subversión de conceptos clave como libertad, esclavitud, rebelión y control, el propio lector puede interpretar el significado que tienen para el Partido y el alcance que suponen en la vida individual de los ciudadanos.

Portada de "1984", de George Orwell

¿Por qué alguien comprometería la privacidad y la autonomía de otros y hasta la propia? Por la creencia en que vigilar a los compañeros de vivienda, de trabajo o a uno mismo es necesario para frenar cualquier amenaza a la estructura que mantiene el Partido, misma que ofrece la ilusión de poder y de control a cada individuo, que por ello se muestra dispuesto a informar sobre la más mínima sospecha de rebeldía en sus semejantes; así, es tan poco lo que permite ese régimen que las personas no son dueñas ni de sus propios pensamientos. Es aterrador pensar que una institución tenga el poder de alterar nuestra percepción de la verdad y de reescribir la historia mediante el borrado histórico selectivo, desapareciendo así todo rastro de identidad y de comunidad en la gente.

Si trasladamos esta reflexión a nuestra realidad cotidiana, los reality shows son el paralelismo más obvio, pues la premisa de estos programas de TV es que exponen la vida de las personas y sus secretos bajo condiciones controladas. ¿Quién tiene el control? El equipo de producción. ¿Y quién tiene el poder? Supuestamente, el televidente. En Oceanía, el Partido es quien tiene el control, pero los individuos son los que “deciden” seguir apoyando al partido; es decir, son los que en teoría ostentan el poder.

Estos shows colocan a sus participantes en estados de vigilancia total, quitándoles todo rastro de privacidad y vendiendo a los televidentes la ilusión de que lo ven todo —no es de extrañar que uno de los programas pioneros se llamó, precisamente, Big Brother—. Como complemento, los reality shows incluyen entrevistas, análisis e interpretaciones de todo lo que les ocurre a los participantes, en un intento por hacer sentir al espectador que, además de verlo todo, también puede saberlo todo, incluso las motivaciones y los deseos de los concursantes.

La característica que define el paralelismo entre la hipervigilancia orwelliana en Oceanía y los reality shows es el control: mediante votaciones —que pueden tener, o no, un costo económico— los espectadores son quienes deciden el destino de los participantes, cuál de ellos sale del programa e, incluso, quién es el ganador. En una sociedad inconforme y con carencias de todo tipo, a nadie sorprende que estos programas sean tan exitosos: ante la sensación de que no tenemos voz ni voto válido, resulta analgésico tener una mínima sensación de control.

La inmersión de los televidentes en estas emisiones es tal que asumen la obligación moral de estar atentos a todo, de vigilar que se sigan las normas y de exigir castigos para quienes las infringen. Si el espectador piensa que las reglas no se están aplicando como deberían o que un participante no está actuando “como debería”, las quejas públicas, los trends y los mensajes airados al programa no se hacen esperar. El ejemplo más reciente es el del youtuber Adrián Marcelo, quien fue expulsado de La casa de los famosos por sus virulentos comentarios misóginos.

De forma paralela, con la llegada de las redes sociales hemos abierto una ventana a nuestra privacidad con la idea errónea de que controlamos quién observa lo que decimos o hacemos, aunque el robo de datos o de identidad y los algoritmos de venta basados en nuestra actividad digital nos hayan dejado claro el poco control que tenemos sobre la información que las empresas y las personas tienen acerca de nosotros. Aun así, mientras lees este artículo millones de usuarios están compartiendo su ubicación, sus fotos y videos, transmitiendo sus actividades en tiempo real y haciendo streaming en vivo para que otros los vean jugar… o dormir.

Pero si en 1984 Orwell imaginó una hipervigilancia al servicio del Partido, en nuestra vida actual, ¿al servicio de quién están nuestros datos en internet, la cesión de nuestra privacidad y la transmisión en vivo de nuestra vida?

En su libro Los reyes de la casa (2022), la escritora francesa Delphine de Vigan complementa de forma fascinante y aterradora la obra de Orwell, pues lo escribió con las herramientas digitales actuales en mente: las redes sociales como instrumentos de trabajo y de explotación de la privacidad, que para lograr sus objetivos apelan  a la curiosidad y al deseo de conectar con otras personas. Esta novela de suspenso aborda la ilusión de una vida perfecta compartida en internet, las relaciones parasociales de los influencers y de las celebridades con sus seguidores, y la falta de legislación sobre la explotación que los padres ejercen sobre sus hijos al compartir videos y transmisiones en vivo, muchas veces sometiéndolos a jornadas extenuantes de grabación y a posible daños psicológicos.

Al igual que Orwell en su tiempo, De Vigan expone las consecuencias que la hipervigilancia y la pérdida de privacidad pueden tener en la vida personal. La velocidad en el avance de las tecnologías digitales no tiene precedentes, por lo que es difícil prever las consecuencias que tendrán para las generaciones que ahora son jóvenes y para las que vendrán después. Por desgracia, sólo contamos son estimaciones… y con novelas que resultan tristemente proféticas.

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