Hace algunos años, cosa rara, este humilde sombrerero se involucró, voluntaria y apasionadamente… en una discusión en Facebook. Mi adversario sostenía, animado por no sé qué bebida, que Gustavo Cerati era el más grande músico de rock que había dado nuestra vapuleada América Latina. Yo, aunque me hirvió la sangre por semejante disparate, elegantemente me quité el sombrero y, por toda respuesta, contesté con el vínculo de un video de YouTube. “Aquí te hablan”, le dije en una línea junto al mencionado videoclip, y tras la réplica en forma de emoticón de una cara redonda y amarilla con dientes pelados exageradamente, di por finalizada la controversia. Jaque mate.
¿De qué video se trataba? Nada menos que de la interpretación que hicieran Carlos Santana y su banda de su canción “Soul Sacrifice”, en el marco del festival de Woodstock, entre las dos y las dos cuarenta y cinco de la tarde del sábado 16 de agosto de 1969 —gracias a la ubicua Wikipedia por la precisión. Y ¿por qué sostengo con tal convicción que ésa fue una tirada incontestable? Bueno, pues de eso justamente trata este Café sonoro.
Recapitulando un poco, el festival de Woodstock —cuyo nombre oficial fue Woodstock Music & Art Fair, y cuyo eslogan era “Una exposición acuariana: tres días de paz y música”—, que tuvo lugar del 15 al 18 de agosto de 1969, quizás ha sido el festival musical más importante en la historia del rock. O, al menos, del rock clásico. Y, a diferencia del Monterey Pop Festival —que marcó el inicio de una era crucial en la historia de la cultura popular del siglo XX—, Woodstock tuvo lugar justo en el apogeo del movimiento hippie, de la psicodelia y de las grandes figuras del rock que, a estas alturas, son casi como mártires canonizados.
Y justo en ese marco, durante esa efervescencia creativa de músicos ingleses y estadounidenses que vendían millones de discos y enardecían multitudes con canciones derivadas del country blanco y el blues negro de los Estados Unidos, llegó este compatriota nuestro de cuerpo corrioso, barba de chivo, chaleco de piel y guitarra al hombro —fuertemente custodiado por un temible ensamble de músicos negros, percusionistas con sabor latino y afroantillano, y un baterista que cinco décadas después hace que uno se pregunte cómo es que una persona tan drogada puede tocar con tal precisión y energía— a hablarle en sus propios términos a medio millón de anglosajones, fusionando con éxito la instrumentación nativa del rock —guitarra y bajo eléctricos, teclados electrónicos y batería— con la de la música afroantillana: congas, bongós y otros instrumentos de percusión. Y esa fusión no sólo era física, pues a las temáticas propias del rock de la época de la “expansión de la conciencia” le sentaron de maravilla las experiencias místicas, las historias de magia negra, y de vudú y hechicería —así como el toque sensual que habla de ardientes mujeres de piel oscura y abundante pelo crespo— que Santana exportó a la industria de la música en inglés.
Hasta entonces, la escena del “rock” en México se limitaba a una parvada de cantantes que hacían cóvers descarados de las canciones más populares y digeribles de las listas de popularidad en inglés. Esa tarde, en la que abajo del escenario estaban la realeza, la aristocracia y la crema y nata del mejor rock que se ha hecho en la historia, Santana llevó a medio millón de almas al éxtasis y, más que a un sacrificio, a una comunión del alma, de un modo que sólo la enorme Bruja Cósmica logró en su debut en Monterey. Y Santana, que también —como la Bruja— debutaba en sociedad esa tarde, no hizo que la multitud viajara y se expandiera con drogas —aunque abundaban ese día—, y tampoco recurrió a la magia negra para hechizarlos —bueno, eso quién sabe—: el mexicano llegó e hizo lo suyo, habló en su lenguaje propio e inconfundible, e impuso sus términos, abriéndose paso a codazos entre la plana mayor del rock. Y eso, me perdonan, nadie que hable español lo ha logrado; por eso sostengo que el sitio que aquél buscaba adjudicarle a un argentino, en realidad es de un mexicano.
Hasta el próximo Café sonoro…