
Durante mi infancia, nadie me regaló nada en San Valentín o en ningún otro día marcado como “especial”. En mis años de adolescencia, ninguna chica me dio una carta cursi ni se acercó a mí con su carita sonrojada. Tampoco me robaron un beso, y yo nunca me atreví a robar uno porque siempre fui muy tímido.
Con el tiempo pensé que quizá me gustaban los chicos. Una vez salí con uno. Él parecía el tipo más feliz del universo al estar a mi lado pero, por desgracia, a mí no me atraía ni tantito. Lo dejé mentando madres en el Parque de la Bombilla. Me sentí un miserable, aunque no era su culpa que a mí no me gustara. Emprendí la huida y tomé el Metrobús, mientras las gotas de lluvia golpeaban el techo del vagón. Me decepcionó no ser homosexual, tal vez porque pensé que me sería más fácil encontrar una pareja del mismo sexo, o quizá porque así habría hallado mi lugar y ya no me sentiría tan roto o defectuoso.
Me quise rendir. Empecé durmiendo todo el día, después abandoné los estudios, más adelante me tomé un montón de pastillas que sólo me provocaron el peor malestar estomacal de mi vida. Luego, cuando los emos se pusieron de moda, se me hizo fácil empezar a hacer cortes en mis brazos, hasta que un día se me pasó la mano y salí corriendo por la casa llenando todo el piso de sangre. Nos costó meses eliminar las manchas del piso.
Después de la tremenda escena de las venas cortadas, me mandaron con el loquero. Entonces el psicólogo ese me vio las cicatrices y me envió con otro “más loquero”. El psiquiatra me recetó unas pastillas que me aturdían y me hacían sentir confundido. Nunca tuvimos mucho dinero, así que cuando decidí dejar de comprar los chochos esos nadie dijo nada, y nadie dijo nada porque sólo éramos mamá y yo. Papá, como buen seguidor de Pedro Páramo, se largó mucho antes de que yo naciera. Así pasaron los días ya sin loquero ni pastillas. Incluso nos olvidamos del sangriento incidente.
Después de unos años, comencé a preguntarme si en el mundo había más personas como yo, seres que nunca consiguieron que otros los amaran. No tardé en descubrir que existían personas que tuvieron una vida mucho más asquerosa que la mía: niños golpeados por sus padres, niñas abusadas por sus familiares, chicos y chicas homosexuales, transexuales o de cualquier otro género sexual, que fueron rechazados por su familia por ser diferentes.
A lo largo de mi vida he visto hombres golpeando a sus novias y a mujeres humillando a su pareja. Esto sucede cuando los celos, la inseguridad y las dudas del corazón ensombrecen las relaciones. Alguna vez me dijeron que todos los hombres son bestias cuando no tienen amor. A mí me parece que a veces el amor saca lo peor de nosotros: nos vuelve vulnerables y a algunos los hace creer que las otras personas les pertenecen —aunque todo lo anterior no es más que la opinión de un cínico que en su vida sólo ha probado tres labios de diferentes sabores.
Después de todo lo que dije, debo confesar —un poco apenado— que desde hace un par de semanas estoy saliendo con una chica linda: ama la literatura, se queja más que yo del mundo, tiene un bonito hoyuelo en la mejilla y usa unas gafas de pasta que me gustan. Hoy pienso besarla. después de unas semanas sabré si me convertiré en bestia, en príncipe, en sapo o ve tú a saber… Supongo que todos somos idiotas ante el amor, y que de cada uno depende superar las inseguridades que éste puede provocar.
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Aquel día, el hombrecillo cínico besó a la mujer de los lentes de pasta. Los dos se convirtieron en la estatua de una pareja besándose. Era un amor tan puro —en ese momento— que ambos decidieron que aquélla era la manera perfecta para que sus sentimientos se mantuvieran intactos hasta el fin de los tiempos… o lo que durara su amor.
