Una vida sencilla

Una vida sencilla
Ana Pazos

Ana Pazos

Ficciones

Me despierta el balido de una oveja perdida y, con la escasa luz del amanecer, me dirijo a la cocina para calentar el agua del baño. A jicarazos limpio mi cuerpo, mientras afuera el Sol continúa apropiándose de las cosas. Salgo y siento el frío que puedo ver derramado en los volcanes bautizados con nombres en náhuatl. Isabel, amante de este lugar y cuyas manos pueden hacer milagros en la cocina, ya me espera.

Juntas caminamos por los lindes del bosque, donde las pisadas firmes de los viajantes han formado un camino natural. En el pueblo, decenas de voces ofrecen pieles de oveja o cabra, así como frutos y verduras que sólo se dan durante el invierno: mandarinas, pomelos, calabazas, chirimoyas y limas. Las marías, sentadas en el suelo sobre coloridos sarapes, venden cuencos de barro y pequeños juguetes para los niños. Tomo una de las delicadas piezas cóncavas pintadas a mano y pregunto el precio que, sin duda, no le hace justicia al minucioso trabajo del artesano. Compro dos jarritos, uno para Isabel y otro para mí. ‟Perfectos para servir chocolate”, dice ella con antojo, y nos vamos rumbo a la tienda de don Adrián, donde pedimos queso fresco, harina, leche, huevo y mantequilla para preparar buñuelos al estilo de Sor Juana Inés.

Conforme nos vamos alejando del pueblo, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl revelan formas cada vez más definidas, mientras el sol —aunque instalado en el cénitcalienta menos. Me abrazo con el mantón blanco que llevo sobre los hombros y me quedo mirando a un par de pájaros que parecen reñir con sus piares vocingleros.

Sigo las instrucciones de Isabel al pie de la letra, pues de lo contrario podría terminar desperdiciando los ingredientes. Dejo la masa reposando para que luego ella la aplane con el rodillo o palote —como lo llama Sor Juana en su recetario—, la corte en pedazos iguales y, rellenos los buñuelos de queso, los ponga a freír. Miro por la ventana y un paisaje entre invernal y primaveral me invita a respirar los olores del campo. Me doy permiso, pues la mesa está lista para recibir a los invitados de nuestra última cena.

A mi nariz llegan imágenes de hierba bañada en rocío, de madera recién cortada, de agua estancada pero viva, y de hojas de distintos tamaños y verdores. Camino hasta el lago para refrescarme un poco; después de escuchar por unos minutos los trémulos sonidos del viento chocando contra los árboles, regreso a la casa y me pongo un vestido sencillo que combina con las luces del atardecer. En cualquier otra ocasión me hubiera pintado los labios, pero aquí no está permitido.

Jacinta llega con el manchamanteles, Pedro trae vino y su jarana; Diego, los tamales; Josefa, el chocolate, y Catalina el brazo de gitano: un bizcocho enrollado y cubierto con azúcar glas. Nos sentamos a la mesa y acompañamos los platillos con bollos calientes, mientras la plática se nutre de nuestros recuerdos de las últimas semanas: la velada en que Pedro tocó para nosotros música que había compuesto inspirado por ciertos poemas novohispanos, cuando fuimos a conocer la nieve y escuchamos el pavoroso aullido del volcán, los cuentos de fantasmas que Catalina nos leyó hace un par de noches, y la doble ración de natilla que todos pedimos a Isabel en aquella primera cena, cuando nos explicó las reglas del juego.

La melancolía, vigorizada por el vino tinto, se apoderó de nosotros, pero el rasgueo de la jarana —que me hizo pensar en aguas intranquilas—, la voz de Pedro, y los buñuelos deshaciéndose en nuestras bocas, llevaron los sentimientos a otra parte:

Amada dueña mía,
escucha un rato mis cansadas quejas,
pues del viento las fío,
que breve las conduzca a tus orejas... [1

‟Eligieron este escenario y de ustedes depende mantener la fantasía. No pueden pronunciar palabras del presente ni utilizar ningún artilugio moderno. Se bañarán a jicarazos, tenderán su ropa al sol y, por unas semanas, olvidarán el año en que nacieron. En los momentos de ocio, les recomiendo salir a tomar fotografías mentales —los volcanes son majestuosos desde el amanecer hasta el ocaso—, leer un libro —la obra de Sor Juana resulta perfecta, pues nos encontramos en su tiempo y en su pueblo natal—, meterse a la cocina a experimentar con un platillo —ya que como diera a entender la poetaen su Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, la cocina es un lugar de meditación y descubrimiento—, o caminar sin rumbo para detectar los sonidos del campo…”

Con aquel discurso nos recibió Isabel —creadora de estos mundos— hace casi un mes, y ahora es tiempo de despedirse. Extiendo sobre la cama las pocas prendas que me fueron asignadas, mientras la luz del sol comienza a desfallecer y los volcanes se difuminan como viejos hologramas. Ya no veo prados, ni ovejas, ni árboles; sólo proyectores, pantallas, bocinas, máquinas que expelen falsa niebla, objetos de utilería y actores que empiezan a despojarse de sus atuendos para reincorporarse lo antes posible al cibermundo.

Prometemos a Isabel que volveremos pronto, aunque no alcanzamos a ver la expresión en su rostro: todo ha quedado en oscuridad y ya nada queda del espejismo de San Miguel Nepantla. Subo a mi automóvil —cuyas luces delanteras se me figuran inmensos ojos—, programo el sistema de posicionamiento global y me dejo tragar por el camino.

Cierre artículo

[1] Lira Que expresan sentimientos de ausente de Sor Juana Inés de la Cruz. “Amado dueño mío”, dice en el original.

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