Cuando la mente enferma, una mancha comienza a extenderse como una plaga que va devorando la psique hasta dejar un terreno inerte bajo un cielo borrascoso. La locura termina por consumirlo todo si la persona se queda inmovilizada por ella; en cambio, si decide afrontarla, tomarla por los cuernos y transformarla afuera, en el mundo, la enfermedad mental puede convertirse en el mejor fertilizante. Y quizá nadie pueda ilustrar mejor esta idea que la artista japonesa Yayoi Kusama.
La infancia de Kusama estuvo marcada por un padre mujeriego y una madre abusiva que desdeñaban las dotes artísticas de su hija. Sus días en el vivero familiar —ubicado en Matsumoto, Nagano— transcurrían entre el dolor físico y el emocional, entre la necesidad de escapar a su propio universo hecho de pinceladas y el peso de las manos maternas que, como dos piedras sobre sus hombros, intentaban mantenerla a raya, lista para casarse con un hombre opulento que se convirtiera en el dueño de su destino. Estas fuerzas opuestas en constante fricción crearían una realidad alterna, alucinatoria, que Kusama terminaría diseminando por el mundo a través de infinitos puntos de colores.
Las alucinaciones que sufre la artista se multiplican como un virus y la infectan a ella, para luego propagarse por el suelo, las paredes, los muebles… hasta que todo se desvanece en un patrón que se repite ad infinitum. La mayoría de las veces sus visiones consisten en diminutas figuras parecidas a células o amibas. Sin embargo, también ha ocurrido que, a mitad de un paseo en la naturaleza, el campo se transforme en una multitud de rostros humanos enmarcados por pétalos: florecillas que la miran y le hablan, todas al mismo tiempo. Kusama pudo haberse dejado consumir por una plaga de parásitos imaginarios o por un ejército de violetas amenazantes y, en cambio, decidió transformar sus alucinaciones en arte para hacernos cómplices de su locura y convertir lo fantasmagórico en realidad.
Para la artista japonesa, el arte ha sido una terapia diaria y efectiva. Una de las formas en que domina su trastorno obsesivo compulsivo es pintando compulsivamente, hasta que sus lienzos colosales hayan quedado absolutamente cubiertos con su “enfermedad”. Así, en lugar de permitir que los hilos de la angustia aprisionen su cuerpo, ella los desenreda con la paciencia de una encantadora de serpientes y no descansa hasta sentir que se ha liberado de éstos por completo. El resultado son urdimbres repetitivas, infinitas, que evocan los universos que podemos observar a través de la lente de un microscopio, y que Kusama comenzó a pintar cuando se mudó a Nueva York en 1959.
Otro de sus demonios tiene forma de falo. La descarada promiscuidad de su padre se tradujo en una fobia a la sexualidad, que Kusama exorcizó creando una profusión de suaves esculturas fálicas que parecen brotar de los muebles, del techo y las paredes… Estas instalaciones artísticas, bautizadas como “acumulaciones”, son equivalentes a una terapia de exposición: así como el acrofóbico es llevado al último piso de un rascacielos para tratar la ansiedad que le producen las alturas, Kusama confecciona estas piezas para enfrentar su miedo al sexo. Y lo hace literalmente: posando desnuda en medio de esos jardines ominosos.
La Tierra es un punto, todos somos un punto…
No puede hablarse de Yayoi Kusama sin mencionar sus célebres lunares de colores, que han sido una constante a lo largo de su vida. En la lista de los padecimientos psiquiátricos de la artista, además de las alucinaciones y el trastorno obsesivo compulsivo, se encuentra la despersonalización, que consiste en percibirse “separado” del propio cuerpo y de los procesos mentales, como si existiera un abismo entre la persona y su mundo interior. Para lidiar con este mal que la distancia de sí misma y de los otros, Kusama decidió convertir cada cosa del universo —ella incluida— en un punto. Es por esto que en sus performances de los años sesenta aparecía infestada de lunares de colores y con un pincel en la mano, que utilizaba para cubrir los cuerpos de los asistentes de estos mismos lunares. O, provista de cientos de calcomanías, iba llenando el espacio, y cada objeto o ser que encontrara a su paso, de sus amados polka dots. [1] Con estos ejercicios artísticos, Kusama se conectaba simbólicamente a su universo interior, y también al exterior: era una con el todo.
A través de los lunares, Yayoi Kusama encontró una suerte de religión y, al mismo tiempo, un método para zambullirse en los misterios del cosmos. Camuflada en una habitación colmada de puntos, ella desea anularse. Pero no en un acto de odio, sino todo lo contrario: su concepto de amor es similar al de la tradición budista, que se fundamenta en la disolución del ego y en la interconexión de todos los seres. Para ella, los polka dots son la vía para liberarse del ego y comunicarse con la fuerza universal, como deja de manifiesto en esta bellísima carta dirigida al presidente Richard Nixon, cuando aún faltaban tres años para que cesara el fuego en Vietnam:
La Tierra es un pequeño polka dot, entre millones de otros cuerpos celestiales, un orbe lleno de odio y lucha en medio de las esferas silenciosas y pacíficas. Cambiemos tú y yo todo eso y hagamos de este mundo un nuevo Jardín del Edén. Olvidémonos de nosotros, queridísimo Richard, y convirtámonos en uno con el Absoluto, todos juntos en la totalidad. Mientras navegamos hacia los cielos, nos pintaremos polka dots el uno al otro, perderemos nuestros egos en la eternidad sin tiempo y, finalmente, descubriremos la verdad desnuda. No puedes erradicar la violencia usando más violencia. [2]
Este mismo mensaje recibimos al entrar en uno de los “cuartos infinitos” de Kusama donde, sirviéndose de espejos ennegrecidos y luces de colores titilantes, la artista logra que nos sumerjamos en galaxias o jardines pletóricos de luciérnagas, con la intención de que experimentemos la “anulación del ego y la fusión con el Absoluto”.
Actualmente Yayoi Kusama tiene ochenta y ocho años, y continúa transformando sus demonios en hechizantes obras de arte. Trabaja nueve horas diarias haciendo que las alucinaciones fluyan en coloridos trazos, que las obsesiones se repitan una y otra vez en sus lienzos, transmitiendo su visión del cosmos a través de un arte cambiante pero firme en sus propósitos, y encontrando el sentido de la vida en sus pasiones incesantes.
Desde su habitación en un hospital psiquiátrico de Tokio, el cual ha sido su hogar desde 1973, la artista escribe:
Cuando aparece el miedo a la muerte que me amenaza cada día, yo lo supero calmándome a mí misma con toda mi fuerza, y descubro mis aspiraciones por el arte como resultado[…]. Estoy profundamente conmovida por lo que vivir una vida significa, por la gloria de estar viva. La gloria de haber descubierto que la vida humana gira eternamente, conquistando el peso de la muerte, y con el mejor arte del mundo, yo paso cada día decidida a encontrar la magnificencia de la raza humana… [3]
[1] Lunares o círculos estarcidos, tejidos o bordados sobre una tela, que forman un patrón consistente.
[2] [Trad. de la autora].
[3] Fragmento tomado del ensayo “New Paintings”, de Akira Tatehata, incluido en el libro Kusama, editado por Rizzoli, New York, 2010. [Trad. de la autora].