A lo largo de su historia, la humanidad ha coexistido con virus y bacterias. Aunque en esta relación han muerto millones de seres humanos, a cambio la especie ha desarrollado cierta inmunidad a muchas de las enfermedades que transmiten; pero como dichos patógenos tienen la capacidad de mutar, seguimos buscando métodos de prevención y tratamiento contra ellos.
Fue en el siglo XIX que dio inicio lo que conocemos como medicina moderna, con dos de los descubrimientos más importantes de la historia: la creación de las vacunas, por parte de Edward Jenner, y el surgimiento de los antibióticos de la mano de Alexander Fleming.
Al principio, estas invenciones inclinaron la balanza a favor de la humanidad; pero con el paso del tiempo los patógenos desarrollaron su propia inmunidad, mutando su ADN a lo largo de generaciones, y esto redujo la efectividad de vacunas y antibióticos. A las bacterias que portan varios genes de resistencia se les denomina multirresistentes o, también, superbacterias.
Pero existe otro riesgo: ¿qué pasaría si de repente se reactivara un patógeno que creíamos erradicado? Y es que, por efecto del calentamiento global, no sólo se están derritiendo los glaciares sino también el permafrost, que es la capa de suelo congelada de modo permanente y que, al fundirse, puede liberar patógenos “dormidos” desde hace miles de años.
Abriendo la caja de Pandora
El permafrost se encuentra en áreas muy frías o periglaciares, y es común en Canadá, Alaska, Siberia, el Tíbet, Noruega, en regiones del hemisferio sur y la Antártida. Tiene una edad geológica de unos 15 mil años y aunque en circunstancias normales sus capas superficiales se derriten cada verano, con el calentamiento global están exponiéndose sus capas más profundas.
Aunque durante mucho tiempo se creyó que este ambiente congelado no podría albergar vida por las bajas temperaturas, las últimas investigaciones sugieren que no es así: se han localizado virus y bacterias que permanecen “dormidos” durante largos periodos, incluso hasta un millón de años, enminúsculas grietas en el hielo que contienen agua que les permite subsistir.
¿Qué efectos puede tener esto? Consideremos un caso de principios del siglo XX, cuando más de un millón de renos murieron de ántrax y fueron enterrados muy superficialmente en cementerios del norte de Rusia. Casi un siglo después, en 2016, el distrito de Yamalia-Nenetsia fue puesto en cuarentena cuando más de 2300 renos murieron por esta bacteria y más de 90 personas fueron hospitalizadas: a 21 de ellas se les diagnosticó ántrax maligno y un niño de 12 años falleció a causa de esta enfermedad.
En teoría el brote fue causado por un reno que décadas atrás murió de ántrax, fue sepultado y su cuerpo quedó congelado; debido a la ola de calor del 2016, el permafrost se descongeló, el cadáver quedó al descubierto y liberó el patógeno en el agua y la tierra donde pastaban los renos; éstos se infectaron y, a su vez, contagiaron a la población humana.
Se ha descubierto que la bacteria pudo sobrevivir gracias a que forma esporas, que son muy resistentes y pueden sobrevivir congeladas por más de un siglo; ahora se piensa que también los virus pueden sobrevivir en el permafrost por largos periodos debido a un mecanismo similar.
Con todo lo escalofriante que suena este panorama, ésta no es la mayor preocupación: si durante milenios animales y personas han quedado sepultadas en el permafrost, ¿qué pasaría si, al derretirse, de él emergiera a la superficie un patógeno que provocó estragos hace miles o millones de años, o incluso uno totalmente desconocido para nosotros?
Esto no es descabellado: científicos de la Universidad de Rutgers localizaron un grupo de virus y bacterias congelados por periodos entre 100 mil y 8 millones de años en un glaciar en la Antártida y, tras un laborioso proceso de descongelación, lograron que “volvieran a la vida”.
Pero los patógenos no sólo emergen del permafrost: científicos de la NASA descubrieron cuarenta cepas de virus y bacterias dentro de cristales gigantes de selenita en la mina de Naica, Chihuahua, que tiene unos 50 mil años años de antigüedad. La mayor parte de estos microorganismos quedaron atrapados en pequeñas bolsas fluidas dentro de los cristales; pero, una vez que revivieron, comenzaron a reproducirse.
Por otro lado, en Nuevo México se ubica la Cueva Lechuguilla, la quinta más larga conocida con una longitud de 223 kilómetros, la cual nunca recibe la luz del sol y está tan aislada que el agua tarda 10 mil años en filltrarse hasta el interior. En ella, se encontraron microbios que no han salido a la superficie en más de 4 millones de años y son resistentes a dieciocho antibióticos, incluidos aquellos considerados como un último recurso para combatir infecciones.
Esta resistencia no se debe al uso de antibióticos, sino a la adaptación evolutiva para no ser exterminados por otras bacterias y por hongos, de los cuales se extraen la mayor parte de los antibióticos que usamos.
Y esto no es todo…
Además de todo lo anterior, hay que considerar un peligro más, pues a medida que el permafrost se derrita no sólo se liberarán virus y bacterias, sino también cantidades masivas de carbono, metano y mercurio tóxico.
El permafrost contiene 1500 millones de toneladas de carbono —tres veces más que el almacenado en todos los bosques del mundo— que proviene de la descomposición de materia orgánica durante millones de años y que podría salir a la atmósfera en forma de dióxido de carbono y metano, dos de los tres principales gases de efecto invernadero.
Respecto al mercurio, el permafrost ártico contiene unos 56 millones de litros, dos veces la cantidad que contiene el planeta. Si sale a la superficie, las plantas lo absorberían y morirían; los microbios que las descomponen liberarían al ambiente metilmercurio, una forma más tóxica de este metal, que ingresaría al ecosistema y llegaría a los animales, incluyendo a los humanos.
¿Deberíamos preocuparnos por todo esto? De momento no, pero sí es tiempo de mitigar la emergencia climática y así frenar o disminuir el derretimiento del permafrost. Las acciones que están en nuestras manos para combatir el cambio climático son pequeños cambios en nuestro estilo de vida.