En el tema de la salud mental, los medios de comunicación y las redes sociales están llenos de mensajes que nos animan a aumentar nuestra autoestima y a amarnos a nosotros mismos. Algunas de las formas sugeridas para lograrlo son las afirmaciones o los llamados “decretos”, el agradecimiento por lo que se tiene —sea en lo material o en temas intangibles como la salud— y el reconocimiento de los propios logros. Pero cuando todo esto parece no penetrar en la dura coraza de la depresión, de un crítico interno tenaz o de la autocompasión, ¿cómo se puede construir y sentir un genuino amor por uno mismo?
Acostumbrados como estamos a escuchar todo el tiempo la estación de radio que tenemos sintonizada en nuestras mentes, en nuestro fuero interno a menudo somos nuestros peores enemigos: nos criticamos, nos juzgamos con dureza, menospreciamos nuestros logros porque “deberíamos ser mejores” y andamos siempre en la búsqueda de algo más, algo que “aún nos falta conseguir”.
Encontrándome en uno de esos momentos en los que nada parece funcionar como yo quisiera, me di cuenta de que gran parte de mi malestar interno obedece a las duras frases con las que mi loca de la azotea me fustiga todo el tiempo: “¿cómo puedes amarte a ti mismo —parece decirme la señora que vive en mi cabeza— si no has logrado esto, no te has convertido en lo otro y no has cumplido las expectativas de…?” —y aquí coloca los nombres de ancestros, de personajes de mi pasado o del peor juez de todos: ese niño que alguna vez se tomó una foto con el presidente de la República por sus brillantes resultados académicos.
Examinando mi historia, recordé que quienes me criaron, alentados por la idea de que así fortalecerían mi carácter y me harían más resistente a los embates de la vida, fueron estrictos, exigentes y, si bien celebraron mis logros, siempre me alentaban a no conformarme y a buscar ir un paso más adelante, a ser el mejor aunque solo fuera con un segundo o un punto decimal de ventaja. No los culpo, ya que gracias a esa formación remonté muchas circunstancias adversas, pero también adquirí la malsana costumbre de nunca estar satisfecho conmigo mismo.
“¿Cómo puedo, entonces, revertir eso?” —me pregunté una mañana en la que me declaré harto de la perorata descalificativa de la ya mencionada loca de la azotea, que madruga incluso los domingos. Y entonces me pregunté: ¿cómo tendría que actuar una persona para que yo pudiera sentir un amor genuino por ella?
Tendría que tratarme bien y respetarme, me dije, pero esto es lo mínimo; para que realmente brotara un amor como el de las películas, debería de tratarse de alguien que no sólo me acepte tal como soy —lo cual implica que no desee cambiar nada de mí—, sino que además le encante mi persona, mi compañía y el mundo que comparto con ella, sin pedirme que sacrifique nada —mi libertad, mi patrimonio, mi entorno social, mis principios o mi esencia— con tal de que nos acompañemos por la vida.
“De alguien así, sí me podría enamorar”, me dije, y en ese momento tuve la revelación que quiero compartirte: ¿y si, en lugar de estar esperando que alguien me trate de ese modo, empiezo yo a ser así conmigo mismo? Porque es claro que alguien sano siente amor no por quien lo maltrata, menosprecia y le exige resultados más que óptimos todo el tiempo, sino por una persona que lo trata con cariño, lo reconforta en momentos difíciles, comparte alegrías y tristezas, y brinda de forma sincera y espontánea algo de lo mejor que tiene sin exigir a cambio que seas millonario, famoso, guapo, exitoso, atlético o que tu vida gire en torno a ella.
Entonces, ese es el verdadero secreto para amarte a ti mismo: empezar a tratarte como quisieras que el amor de tu vida te tratara; es decir, estar al pendiente de ti y de tus necesidades reales y profundas, halagarte, cortejarte, sorprenderte, pasarla bien contigo mismo —que no es igual que estar solo— y apapacharte, no con frases egocéntricas repetidas como graznidos de loro o con innumerables selfies que sólo denotan tu necesidad de aceptación, sino como si estuvieras cuidando de un pájaro que, en sus intentos de volar, lleva años estrellándose con los vidrios de una jaula que él mismo construyó para protegerse.
Así, en lugar de buscar estar con alguien para extraer felicidad de esa relación, más bien llegarías a ella aportando la dicha que tú mismo sientes y sabes generar. Un trabajo arduo, sin duda; pero nunca es tarde para empezar…