
Desde que tengo memoria he estado huyendo de dos espectros: la tristeza y el miedo. Debido a esto, en mi infancia y juventud sufrí de distintos trastornos depresivos y ansiosos por los que incluso terminé en el psicólogo, entre terapias y medicamentos que me han permitido llevar una vida más o menos normal. También he recurrido a instancias espirituales como sanaciones o la meditación; pero, a pesar de ello, siempre he sentido que ningún libro, técnica, ansiolítico, maestro o práctica ha logrado tocar un vacío que siento en mi interior.
Recientemente, una serie de sucesos y pérdidas en la vida me hicieron tambalear muchísimo. Con el paso de las semanas, me daba cuenta de cómo cada vez sentía menos entusiasmo por las cosas que antes disfrutaba; mi visión del mundo se iba tornando gris y, a medida que se acercaba el fin del año y sus fiestas —un época que me afecta mucho emocionalmente— empecé a amargarme, a alejarme de la gente y terminé parapetado en casa, huyendo de la soledad estando solo, hallando refugio en la televisión, la música y otras distracciones.

No funcionó: a medida que transcurrían días, sentía cada vez más pesadumbre y menos motivación por la vida, que me parecía tediosa e inútil, sin sentido. Cumplía con mis obligaciones, pero en el interior me sentía vacío, fútil. El asunto tocó fondo un fin de semana cuando las personas que iba a ver cancelaron nuestras citas y yo me quedé con dos días sin tener absolutamente nada que hacer —desde luego, podría haber hecho lo que se me antojara, pero no tenía deseos de nada.
Decía una amiga psicoanalista que “el silencio enloquece”, y así fue: poco a poco, sentí como me iba hundiendo en una tristeza cada vez más profunda hasta que fue insoportable, lloraba casi todo el tiempo y una mezcla de ira, desesperanza y horror iba fermentando en mi estómago, el cual empezó a rechazar toda la comida que le enviaba. Con la noche llegó lo peor: preso de la hipervigilancia, casi no pude dormir durante dos noches seguidas, intercalando apenas pequeñas siestas con crisis ansiosas y ganas de anestesiarse con cloroformo.
A la mañana siguiente, hablé con mis amigos de confianza y les conté lo que me pasaba. Seguía sin apetito y con náuseas constantes, la cabeza me estallaba por la falta de sueño y los pensamientos catastróficos vertiginosamente daban vueltas en mi cabeza, impidiéndome conciliar ni media hora de sueño. Me dieron varios consejos y finalmente acudí al médico para que me recetaran algo. Las palabras de aliento de la doctora y la medicina que puso en mi mano me dieron desde ya una sensación de alivio. Tomé el tratamiento y empecé a sentirme mejor casi de inmediato. Unas horas después, dormía como un bebé.
Al día siguiente, lo primero que hice fue ver el reloj para cerciorarme de que no fueran la una o las dos de la mañana; pero no: eran las seis a.m. Cuando me di cuenta de que había dormido de corrido y me sentía mucho mejor, me invadió una gran alegría. Disfruté un rato más la misma cama donde dos noches antes había estado dando vueltas como poseído, y a los minutos me levanté a hacer mi rutina. Me preparé fruta, agua, café y, como tenía mucha hambre pues casi no había comido en dos días, salí a la calle a comprar un tamal. Mientras hacía todo esto, en mi mente estaba la idea: “Me estoy cuidando como si estuviera atendiendo a alguien enfermo para que se recupere. Ya estás mejor, Rafael. Tranquilo”.
Dichas palabras y esos simples actos de compasión, cuidado y cariño —como si hubiera estado tratando de apapachar a un niño o a un gatito abandonado, enfermo y asustado— hicieron que una voz muy sosegada dentro de mí quisiera hacerse oír para decir: “Gracias”. De forma instintiva, llevé mi mano al plexo solar, donde normalmente se anidan la angustia, la desesperación y la ira, y empecé a dar un leve masaje que me hizo sentir bien.
¿Y si esa fuera la dichosa voz de mi “niño interior”?, me pregunté. ¿Y si realmente existiera tal cosa dentro de nosotros, una pequeña esencia nuestra que vive angustiada porque está en tinieblas, no entiende mucho de lo que pasa, no ve a su mamá, recibe regaños todo el tiempo[1] y teme que algo terrible pueda sucederle en cualquier momento? Después pensé que quizá algo así sea lo que Freud identificó con el inconsciente.
Llegando a casa, seguí atendiéndome: sin prisas por regresar a la actividad laboral —como siempre vivo—, me serví mi desayuno y otra taza de café caliente. Al partir el pan, me regocijé con su color dorado y su consistencia crujiente; después de semanas de que la comida me supiera a cartón, el olor y el sabor que me inundaron nublaron mis ojos: como en las misas, sentí gratitud por el pan y por las personas que lo hicieron. De nuevo, la pequeña voz en mi pecho agradeció el alimento, la atención, el cuidado.

Entonces, sobrevino el momento: con una emoción inmensa, como si hubiera encontrado a un hijo perdido durante muchos años, me nació decirme a mí mismo: “Todo está bien, Rafael, ya te encontré; aquí estoy contigo y mamá está con nosotros, pues vive dentro de mí”. Me abracé a mí mismo y sentí ese otro pequeño abrazo sutil e invisible. Me imaginé siendo tanto el adulto fuerte y protector que abraza, como el niño perdido que por fin empieza a sentirse consolado y seguro. Esas lágrimas que no brotan de la tristeza, sino de una alegría tan profunda que duele un poco, brotaban a chorros desde mi pecho y rodaban por los ojos.
Tal vez esa sea la respuesta a la pregunta que durante años me he hecho: ¿cómo se le hace para realmente amarse a uno mismo, para sentir amor por la imagen en el espejo de un señor poco agraciado, con barbas, arrugas, cicatrices, canas, mal aliento y una panza incipiente, y aceptar a ese ser humano imperfecto, neurótico y lleno de defectos? Y la clave tal vez sea cerrar los ojos e imaginar detrás de esa cara al alma del niño que una vez fuiste y que aún anhela reír, explorar el mundo, conocer gente y, sobre todo, sentirse amado, confiado y aceptado.
No sé cuánto tiempo durará este trance y ni siquiera si estoy en lo correcto, pero siento como si ahora hubiera un niño corriendo y jugando en los espacios de mi hogar, que ya no se siente solo. Un huésped que siempre estuvo aquí, temeroso, escondido, viviendo donde podía —debajo de la cama, en un cajón, entre los discos y los libros— y que ahora, finalmente, se siente en casa. Bienvenido…

[1] Las mías; o, más bien, las de mi crítico interno.