Dicen que nosotros los fotógrafos somos en el mejor de los casos una raza ciega,
que aprendemos a mirar incluso los rostros más bellos a lo más como luz y sombra,
que rara vez admiramos y nunca amamos.
Ésta es una ilusión que deseo romper.
Si tan sólo encontrara una joven a la que retratar, realizando mi ideal de belleza…
Lewis Carroll en “Cómo termina el día de un fotógrafo”
En 1966, en una entrevista para la revista Vogue, el escritor Vladimir Nabokov declaró sobre el personaje masculino de su novela Lolita: “Yo siempre lo he llamado Lewis Carroll Carroll, pues él fue el primer Humbert Humbert. ¿Han visto sus fotografías de niñas?” Resulta curioso que ambos, Nabokov y Carroll, hayan sido acusados de pervertidos y pedófilos por su acercamiento casi obsesivo con niñas; y es que gracias a su obra, Carroll —al igual que Barrie, el autor de Peter Pan— estableció amistades profundas con menores de edad, a veces levantando sospechas sobre sus verdaderas intenciones.
Además de la atracción sexual que pudo haber sentido por las niñas, existen otras teorías que explicarían el profundo interés del autor de Alicia en el país de las maravillas en retratar ninfas. Una de ellas está ligada a su “búsqueda de naturalidad” en la fotografía, y la otra a una supuesta infancia prolongada, una especie de síndrome de Peter Pan.
En su juventud, atraído por la recién inventada cámara fotográfica, Carroll retrató a personajes de todo tipo: obispos, artistas, escritores y actrices. Sus primeras composiciones presentaban a los retratados de cuerpo entero, pues Carroll juzgaba que era más expresivo que el rostro o que el medio cuerpo. También buscaba que los retratos fueran lo más naturales posible, pero en esa primera etapa sólo obtuvo imágenes que lo frustraron por la antinaturalidad de sus modelos. El mismo Carroll narra lo sucedido durante una sesión de fotos para una familia acaudalada: cuando tocó el turno a la esposa, ésta “llega con una facha inenarrable, cargada de joyas y de sedas, excesivamente suntuosa incluso para una emperatriz. Llena de gracia, se sienta y su sonrisa deja de ser humana. Sostiene en su mano un ramillete más recargado que una col […] Todo el tiempo que dura la pose no deja de agitarse como un mono en la selva ‘¿Todavía estoy posando? ¿Estoy suficientemente de perfil? ¿Debo sostener más alto el ramillete? ¿Se verá bien en la foto?…’ Y todo esto, ¿para qué? Otra foto que es un total fracaso”.
Lo contrario ocurrió cuando Carroll fijó por primera vez su lente en una niña impúber. Su gran musa se llamó Alice, como el personaje de su novela. Alice Liddell. Después fotografió a otras más, muchas más, y de formas muy distintas. Al morir, sus herederos hallaron alrededor de 700 cartas y 600 fotografías —aunque se piensa que tuvo cerca de tres mil en su estudio—, que no salieron a la luz sino después de cincuenta años, cuando sus biógrafos decidieron analizar su contenido y encontraron textos con fragmentos tachadosy un misterioso sobrecon la frase “Quemar antes de abrir”, que contenía cinco fotografías artísticas de niñas desnudas. El mismo Carroll, diácono anglicano, sentía, si no una profunda vergüenza por las imágenes, sí la certeza de que eso que él valoraba tanto sería condenado por la sociedad victoriana de su época.
De todas las niñas que retrató, la evocación de Alicia perduraría en su recuerdo hasta el final de su vida: “Siempre tengo en el corazón la imagen de Alicia, mi primera amiga niña, la que fue mi ideal durante tantos años. Desde entonces, he tenido decenas de amigas niñas, pero con ellas todo ha sido diferente”. De Alicia se conservan diez fotografías; nueve como niña, ya sea sola o acompañada por sus hermanas, y una como mujer casada.
Para retratar a las pequeñas, el también matemático se valía de distintos recursos: llevaba juguetes en sus bolsillos y así las atraía; las buscaba en calles, teatros infantiles, jardines y parques y, en muchas ocasiones —aún se conserva dicha correspondencia—, escribía a los padres para solicitarles su autorización. Ya en el estudio, Dodgson —que era su verdadero nombre— recurría a juguetes mecánicos, disfraces, cajas de música e, incluso, a contar historias fantásticas a sus modelos para crear un cómodo ambiente de trabajo. Cuando crecieron, ninguna de estas niñas modelo expuso o denunció abuso por parte de Carroll.
En 1880, Lewis abandonó definitivamente la fotografía. Tenía cuarenta y ocho años. Sus doce álbumes fueron expurgados, incluso en vida del autor, y él mismo insistió en que, a su muerte, los retratos fueran enviados a sus modelos o a sus parientes, o fueran destruidos. Por esa razón se conserva tan poco material de su autoría.
En una entrevista, Servando Rocha —encargado de la edición española que recupera la correspondencia de Lewis Carroll en el libro El hombre que amaba a las niñas— revela: “Él amaba a las niñas en una época, alrededor de 1860, en la que había muchos fotógrafos que hacían lo mismo; pero lo que sorprende es que, cuando escribe las cartas, se hace pasar por un niño. No es un adulto escribiendo”. Lo anterior lo confirma Beatrice Hatch, otra de sus grandes musas: “Uno de los aspectos más atractivos de su persona era que, a pesar de tratar siempre de igual a igual a sus amigas niñas, nunca vacilaba en corregirles sus faltas —nunca con represión, sino de un modo que a cada cual hacía ver su lado malo y detestarlo. A una le quedaban grabadas sus palabras, que ni por un momento las veía como las proferidas por un adulto en el colegio o en la casa. Realmente poseía un corazón infantil, de forma que cuando se dirigía a una niña, ésta entendía hasta las cosas más profundas de la vida, porque estaban dichas en su propio lenguaje”.
Lewis Carroll, fotógrafo de niñas, también cultivó el paisajismo y el retrato de celebridades. Su trabajo fue recuperado y reivindicado por el Círculo de Bloomsbury, al que pertenecía Virginia Woolf, y en la actualidad es considerado uno de los fotógrafos más importantes e influyentes de la época victoriana. Su búsqueda por la belleza y por la naturalidad la halló en los retratos de niñas. Tal vez enamorado. Tal vez con la curiosidad eterna de un niño.