No estás para saberlo y quizá sea de mal gusto de mi parte contarlo, pero hace poco di por concluido un largo noviazgo que, a ojos de propios y extraños, tenía visos de ser definitivo y “para toda la vida”. Esta dolorosa pero necesaria ruptura me llevó a un proceso introspectivo para encontrar las raíces del desencuentro y así fue que di con los que, a mi juicio, son los cinco ingredientes esenciales de una relación de pareja benéfica para los dos y que puede perdurar en el tiempo.
No pretendo dar un protocolo o una receta mágica para que cualquier relación funcione, ni descarto que otras variables como la tolerancia, el humor, el deseo, la complicidad o la inteligencia emocional abonen a un largo y apasionado romance. Más bien, parto del supuesto de dos personas que sienten amor mutuo, se aventuran a la vida en pareja y buscan cimentar y nutrir su vínculo con algo más que una emoción pues, bien lo sabemos, ésta se diluye con el tiempo.
El primer elemento sería el compromiso. Ya sé: a muchos y muchas esta palabra los repele como si fuera insecticida, pero no hablamos de una noción rancia y retrógrada, sino de un simple convenio claro y explícito entre las dos partes, por el cual se obligan a lo que sea que hayan acordado: desde una promesa de matrimonio con todas las de la ley que incluya un anillo de diamante, hasta formatos como el poliamor, la relación abierta o, si una de las dos partes está casada, el de ser amantes; seguramente no es lo mejor, pero sucede. Si no existe ningún tipo de compromiso, no hay relación de pareja. Así de simple.
Los siguientes tres elementos van de la mano y parecieran sacados de un eslogan del siglo pasado: tiempo, dinero y esfuerzo. Y es que, aunque hay de todo en la viña del Señor, pocas relaciones pueden sostenerse y sobrevivir si ambas partes no les dedican momentos, llamadas, conversaciones y encuentros con cierta frecuencia. Lo mismo pasa con la economía, prácticamente indispensable para cualquier cosa que uno se proponga hacer y también para pagar cafés, cenas, viajes o financiar todas las otras actividades que comparten las parejas.
El esfuerzo, por su parte, no debe equipararse a cargar una piedra en una empinada montaña; por el contrario, se trata de actos de voluntad o de los famosos “lenguajes del amor”: palabras dulces y genuinas, actos de servicio, caricias físicas y regalos, ya sean materiales o simbólicos. Estarás de acuerdo en que sin al menos una pizca de esfuerzo —en pocas palabras, sin “echarle ganas”— nada puede prosperar, ni siquiera el amor más puro.
El quinto elemento es un plan de vida compartido. O sea, que ambos deseen casarse y tener hijos en un plazo de cinco años, o que estén de acuerdo en jamás hacerlo; que los dos quieran echar a andar una empresa o adoptar un esquema tradicional —hombre proveedor, mujer ama de casa— o, bien, alejarse de la ciudad, mudarse al campo y entre ambos cultivar un huerto. Es decir, que además de verse mutuamente también dirijan su mirada al mismo futuro o, al menos, a uno que sea armónico y compatible con el del otro; y ahí es donde muchas veces, como se dice en el habla popular, “la puerca tuerce el rabo”.
Decía el gran Jorge Luis Borges que el amor no muere, “lo matan las exigencias de los enamorados”, y estoy de acuerdo con él. A menudo nuestra idea romántica del Amor —así, con mayúsculas— como una emoción omnipotente que todo lo justifica, redime o soluciona, trae más problemas que soluciones, pues en nombre del amor se persiguen inalcanzables fantasías, se asumen promesas no hechas y se cometen descuidos imperdonables.
En resumen, la lección de vida que aprendí en este trance es que una cosa es lo que uno siente, otra es lo que uno hace todos los días para expresarlo, y una tercera son las consecuencias de nuestros actos y decisiones cotidianos en la otra persona, que suman o restan al vínculo amoroso. ¿O tú qué opinas?