Mucha tinta ha corrido —y muchos pixeles han desfilado— desde que el príncipe Harry de Inglaterra y su esposa, la actriz estadounidense Meghan Markle, anunciaron su decisión de renunciar a sus títulos nobiliarios y trabajar en su independencia financiera. Sin embargo, algo que llama la atención es que la gente y los medios en general culpan a Markle del atrevimiento, ¿por qué?
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En uno de esos posteos aleatorios que uno se encuentra mientras da sorbos al primer café de la mañana, me topé con un meme en el que se explicaba un verbo de cuño reciente en inglés: “to Meghan Markle”. Dicho posteo explicaba que el neologismo significa “valorarte a ti mismo y a tu salud mental lo suficiente como para dejar una situación, habitación o ambiente en los que tu verdadero ser no es bienvenido o no se siente cómodo”.
En el habla corriente de México, diríamos que alguien “hizo un Meghan Markle” si recurre al sano y digno acto de largarse de donde no es bien recibido. Pero, ¿por qué, si el príncipe Harry es un hombre adulto y en sus cabales, capaz de tomar decisiones trascendentales como esa, la opinión pública señala a su esposa como la artífice y la culpable de este cisma en la familia Windsor?
Si bien en la historia de la familia real británica existe el antecedente del tío bisabuelo de Harry, el rey Eduardo VIII —tío de la reina Isabel II—, quien renunció al trono por amor a otra estadounidense, la socialité Wallis Simpson, el asunto también guarda semejanza con la historia de The Beatles y Yoko Ono.
Para mí, The Beatles y su legado a la cultura popular son algo tan británico, tan monolítico y tan mundialmente reconocido como la familia real. Y, de igual modo, a “la extranjera” Yoko Ono se le acusa de ser la causante de la disolución de la banda, una de las más entrañables y famosas del siglo XX. No a Lennon y sus excesos o sus deseos de buscar otros caminos artísticos: la culpa es de Yoko.
Es como si el mundo occidental siguiera arrastrando la huella psicológica de siglos de endoctrinamiento judeo-cristiano, y siguiera viendo en la figura de “la mujer” a aquélla que, con sus perversos encantos, provoca que “el hombre” tome la peor decisión: una que acaba con el orden de “las cosas como deben ser”.
Porque, al final, ése es uno de los mensajes que uno puede leer entre líneas si analiza el Génesis: que, como diría el refrán modificado por el “ingenio popular”, el hombre pone, Dios dispone… y la mujer todo lo descompone. Después de casi cinco mil años de civilzación, seguimos creyendo que los hombres conservan la inocencia de Adán y son incapaces de conducir sus propias vidas.
Y la maldición de Eva, la del dedo que señala a la culpable de la pérdida de este estado de inocencia, sigue cayendo sobre la cuñada ambiciosa y manipuladora, sobre la nuera que descarrila a nuestro hijo bien portado o sobre la novia que nos arranca a nuestro mejor amigo.
Quizá sea tiempo de empezar a pensar diferente…