Una de las razones por las que no creo en teorías que afirman que la actual pandemia es una conspiración de escala mundial con oscuros fines y planeada desde las más altas esferas del poder, es porque algo he leído de la historia del mundo y sé que a cada tanto surge en algún lugar una enfermedad contagiosa para la que no tenemos inmunidad y que termina causando terror, desconcierto y una gran mortandad en la población.
Esto no es nuevo: recuentos de la gran pandemia de la llamada “gripe española” de principios del siglo XX, de la peste negra europea que mató a unos doscientos millones de personas en el siglo XIV o de la plaga que asoló Atenas durante la Guerra del Peloponeso dan fe de la perenne guerra que la humanidad ha librado contra enemigos minúsculos e invisibles que enferman y matan a millones de personas. Pero, ¿cuál fue la primera cuarentena de la historia?
Aunque nuestros conocimientos sobre bacterias y virus son recientes, desde hace siglos algunas personas notaron que con la proximidad de personas enfermas los individuos sanos terminaban enfermándose igual: por eso en la antigüedad se aislaba a leprosos y a gente con enfermedades cutáneas, y siglos más tarde la ciudad de Ragusa —hoy Dubrovnik, Croacia— impuso el trentino o aislamiento de treinta días a sus visitantes con el fin de evitar que infectaran a su población.
Es bien sabido, en parte gracias a Tom Hanks y su encarnación del doctor Robert Langdon en Inferno (2016), que la palabra cuarentena deriva del veneciano quarantena, que significa “cuarenta días” y fue adoptada en la Venecia del siglo XIV como el periodo de aislamiento que personas y embarcaciones debían cumplir al llegar a la ciudad-estado para evitar la propagación de la peste. Pero el origen del término está muy lejos de ser el nacimiento de la práctica.
Para indagar cuándo fue la primera vez que, desde la autoridad de un rey o de un estado, se impusieron reglas para evitar la convivencia con enfermos contagiosos que derivara en la propagación de una enfermedad peligrosa, hay que viajar casi cuatro mil años en el tiempo al “valle entre dos ríos”.
Zimri-Lim y su lucha contra el simmum
Desde niños aprendimos en las clases de historia que antiguamente al valle entre los ríos Tigris y Éufrates se le llamaba Mesopotamia, y que en esta región —que algunos consideran la “cuna de la humanidad”— florecieron algunas de las culturas más antiguas de las que tenemos registro: en orden cronológico, el valle fue sucesivamente dominado por los sumerios, los acadios, los babilonios y los asirios, antes de ser conquistado por los persas.
Una de las ciudades-estado de la zona fue Mari, ubicada en la actual Siria. Hoy no es más que un montículo de tierra estéril, pero en su tiempo fue una urbe próspera debido a su posición privilegiada para el comercio. Fue en la ciudad de Mari que vivió y reinó el monarca Zimri-Lim.
El reinado de Zimri-Lim fue breve: unos trece años, aproximadamente de 1775 a 1761 a. C. En ese periodo, el rey fundamentó su poderío mediante campañas militares y en algún momento se alió con el famoso monarca babilonio Hammurabi contra el imperio elamita. Estuvo casado con la princesa Shibtu y construyó un hermoso palacio, quizás el más grande de su tiempo.
No obstante, poco sabríamos de Zimri-Lim y su reinado si no hubiera tenido la costumbre de preservar toda su correspondencia militar, diplomática y política: en la década de 1930, fueron halladas cerca de 20 mil tablillas —las cartas de aquel tiempo— escritas en acadio, que era la lingua franca del comercio y la política en territorios mesopotámicos. Y muchas de ellas hablan de una epidemia.
Según un artículo de Carli Silver en el portal Narratively, durante varios años Zimri-Lim y Shibtu sostuvieron una batalla contra una enfermedad infecciosa a la que llamaron simmum, la cual empezó a propagarse entre las damas de su corte, y los detalles de esa lucha están descritos en dichas tablillas.
A decir del doctor Markham J. Geller, experto en la cultura asiria de la Universidad Colegio de Londres, simmum podría traducirse como “lesión” y muy probablemente se refería a una enfermedad cutánea contagiosa o a una serie de padecimientos con síntomas que se manifestaban en la piel. Y queda claro que, incluso en esos tiempos y sin conocer el concepto de los microbios, los mesopotámicos sabían lo que era el contagio y cómo se producía.
La primera cuarentena
Algo que habían notado aquellos hombres de la antigüedad era, justo, que si una persona sana convivía con un enfermo, ésta acababa enfermando también. En las misivas se lee que, cuando empezaron a surgir los síntomas, Zimri-Lim ordenó que las cortesanas enfermas fueran aisladas en sus aposentos para evitar que infectaran a las demás.
En ese tiempo, las enfermedades mortales se achacaban a alguna presencia maligna o, bien, a la ira de algún dios insatisfecho por un sacrificio escaso o por el dudoso proceder del pueblo o del monarca. Así, “desterrar” a los enfermos del palacio era un modo de alejar su corrupción moral del resto. En una carta, el rey se lee enfurecido porque una mujer de nombre Nanna, aun enferma de simmum, frecuentaba el palacio y convivía con las mujeres que ahí vivían. Un poco como ahora nos quejamos de quienes se rehúsan a usar cubrebocas.
Las órdenes contenidas en las tablillas de Mari son precisas y dejan ver que, aunque se trata de la primera mención registrada de una enfermedad contagiosa, no era la primera vez que algo así se presentaba: los babilonios conocían los síntomas, sabían que el contacto los transmitía de una persona a otra, y usaban el aislamiento como medio para evitarlos.
Entre las medidas que Zimri-Lim tomó para “aplanar la curva” del contagio fue llevar, incluso por la fuerza, a las mujeres infectadas fuera del palacio y a edificios separados “donde nadie debería verlas”. Si no había un edificio lejano disponible, la orden era que fueran llevadas a la habitación más alejada de las demás: distanciamiento social hace cuatro mil años, nada menos.
En el caso de Nanna, no sólo se evitó que tuviera contacto con los demás: el rey también dispuso que “nadie tomara de la copa donde ella bebía” y, de igual modo, que “nadie se sentara en la misma banca que ella había usado, o se acostara en la cama donde había estado, para que no se afectaran más mujeres”. Antes de su nuevo uso, estos objetos debían ser purificados —“sanitizados”, diríamos hoy— mediante rituales y sacrificios. Ojalá también los hubieran lavado.
En algún punto, Zimri-Lim escribió desesperado que la enfermedad no cedía y expresó sus temores de que fuera a “infectar toda la tierra”. El simmum se propagó a otras ciudades y, según se lee, tan sólo en una de ellas veinte hombres murieron en un día, lo que hizo que los demás huyeran a las montañas.
Pero, a pesar de este panorama desolador y del desconocimiento del enemigo, todo parece indicar que, mediante el aislamiento, Zimri-Lim pudo contener la epidemia, pues en sus cartas poco a poco se deja de mencionar el simmum. No se sabe cuántas personas se contagiaron o murieron en esta, la primera epidemia registrada en la historia, pero queda claro que la clave para vencer a la enfermedad ha sido la distancia y la correcta aplicación de medidas sanitarias.