Me pregunto si no deberíamos hacer lo contrario de lo que
hemos estado haciendo, y darle otra mordida a la manzana.
Olivier (Michael Gothard) en La Vallée (1972)
Cuando era estudiante, fui con unos amigos a Tolantongo, Hidalgo, donde sus fuentes termales crean hermosas piletas y cascadas. Estábamos bien armados para pasar una noche inolvidable: cada quien llevaba algo de comer y de beber, así como diversos objetos necesarios, pero el encargado de la linterna al final no la llevó. Arribamos a media tarde y, como era temprano, decidimos explorar por ahí. Estábamos en camino a las grutas cuando, de pronto, nos cayó la noche.
Dábamos vueltas y vueltas en la oscuridad cada vez más profunda, maldiciendo a cada tanto al compañero que había olvidado la linterna. En eso, una amiga se me acerca y pregunta: “Tú que eres el más mesurado de nosotros, ¿no crees que deberíamos regresar por donde vinimos?”. Le contesté que eso era justamente lo que intentábamos hacer: hallar el camino de vuelta al campamento.
Recuerdo esto después de tanto tiempo porque más de una vez he estado en una situación similar. Mi amiga sugería que andáramos en sentido opuesto cada paso que hubiéramos dado, como una película que corre hacia atrás, y así llegaríamos al principio: al auto, las viandas y las bebidas que nos esperaban.
Pero, al responder, visualicé la Segunda Ley de la Termodinámica, que afirma que la energía fluye en un solo sentido y establece la irreversibilidad de los fenómenos físicos. Así, la idea de volver sobre nuestros pasos no era viable, pues puedes saltar desde una altura pero no invertir el proceso y caer hacia arriba. Por eso, muchas veces es imposible regresar sobre tus pasos y volver a empezar.
Escribo esto desde el cuarto en que he estado tres semanas atendiendo al llamado oficial de practicar el distanciamiento social para reducir al mínimo la cantidad de contagios de un virus aún sin cura ni vacuna, con la idea de que no haya más personas contagiadas en estado grave que camas de hospital.
En este tiempo he llegado a pensar que si la vida es una escuela a la que hemos venido a aprender, el profesor —dale el nombre que quieras— nos ha puesto en una esquina a pensar si queremos seguir el mismo camino o si estamos listos para empezar a hacer las cosas bien. De hecho, hace unos días varios volcanes del cinturón de fuego se activaron, como si fuera un recordatorio.
Para distraerme, veo otra vez La Vallée (1972), una película francesa del director Barbet Schroeder, cuyo mayor mérito es que su banda sonora la realizó la legendaria banda Pink Floyd. En ella, un grupo de hippies va en busca de un paraíso perdido en la isla de Nueva Guinea; los acompaña Viviane, una francesa de clase alta que al principio busca plumas exóticas pero después se embelesa con el amor libre, los psicotrópicos y la promesa de un paraíso en la Tierra.
La frase que abre este artículo llega cuando el grupo por fin se encuentra con la tribu mapuga, quienes hacen una gran fiesta y sacrifican animales en honor a la gente blanca que está con ellos. Pero uno de los viajeros no comparte la alegría: siente que no pasan de ser meros turistas, que no hay vuelta atrás de la pérdida de la inocencia y que hay una barrera infranqueable entre ambas culturas.
Es entonces que dice: lo que tal vez debemos hacer es darle otra mordida a la manzana prohibida, y quizás así podamos, después de haber tocado fondo, dar la vuelta completa al ciclo para poder comenzar de nuevo. Y yo llevo días desmenuzando ese pensamiento: ¿cómo podemos dar otra mordida a la manzana que se nos ofrece en estos momentos? ¿Qué resultaría de ello?
Sin duda, hay muchas personas que sólo esperan la oportunidad para regresar a la rutina de antes y están encerradas haciendo como si todo fuera igual que antes. Pero es innegable que tanta gente encerrada en sus cuevas durante tanto tiempo va a ser un parteaguas en lo que hagamos después, y quizá sea necesario decidir desde ahora qué queremos que ocurra cuando el peligro pase y podamos salir de nuevo a la calle, dar la mano, abrazarnos, besarnos y bailar otra vez.
En efecto, no se puede regresar al estado de inocencia. Como lo descubrí en Tolantongo, es imposible volver sobre tus pasos. Pero existe un camino, y no es dejar todo e ir en busca de alguna tribu primitiva: aunque somos una sociedad dividida, tenemos tecnología que puede unirnos, y ya no somos tan inocentes como para dejar todo en manos de nuestros “bondadosos” gobernantes.
Como pasó tras el el sismo de 2017, confío en que muy pronto empezarán a surgir iniciativas ciudadanas que usen la tecnología —esamismaque nos enajena y nos convierte en dóciles rebaños— en favor nuestro y como instrumento liberador. Tal vez este encierro sea la segunda mordida de la manzana.
Sobre Tolantongo, sólo resta decir que el miedo de tropezar en la oscuridad y sufrir un accidente nos hizo quedarnos quietos, muertos de frío y rabia por nuestro error. Incluso aluciné que las ramas de los árboles eran murciélagos que nos veían con asombro. Cuando amaneció descubrimos que unos metros más arriba estaba el agua tibia con la que podríamos habernos librado del frío.
No hubo celebración ni descorche de botella: comimos en silencio y, muertos de sueño, regresamos a nuestras casas. No hubo otra aventura juntos. Habíamos perdido otra inocencia: a veces un solo detalle puede echar a perder todo. Seamos meticulosos. Demos la otra mordida, busquemos que el tiempo post-COVID sea una fiesta, no una continuación de la carrera suicida de antes.