Yo soy de la colonia Guerrero —un barrio bravo de la Ciudad de México— y, desde que tengo uso de razón, una de mis más grandes pasiones y aficiones ha sido el boxeo. Siempre he pensado que dentro de cada boxeador existe una alegoría: la del gran guerrero águila que espera el momento de despertar para entrenar y entrar en combate; y cuando el guerrero águila despierta, toma la forma de un pugilista. La batalla que ha de librar es larga; sin embargo, si tiene fe en sí mismo y una verdadera convicción, es capaz de llegar muy lejos.
El boxeo
La práctica del boxeo es una lección de vida: delinea el espíritu y la esencia de los pugilistas; sus miedos, sus sufrimientos y su instinto salvaje se funden inseparablemente con su lado espiritual, y es así como —entre puños, sangre, sudor y lágrimas— la belleza de este apasionante deporte lo trasciende todo. Por eso es aclamado en todo el mundo.
Podemos decir que el boxeo es como una metáfora de la existencia humana, una síntesis de la vida: repetir una y otra vez los golpes hasta que se sientan como una extensión de uno mismo, de nuestros pensamientos, de nuestras ideas, de nuestro ser, de lo que hacemos parar lograr nuestros anhelos a base de esfuerzo y sacrificio. Para no abandonar ese duro camino, es necesario recordar aquello que nos alejó de la familia, de los seres queridos, de los vicios, de las amistades; es necesario tener bien clara la razón de tantos sacrificios mentales y físicos, de las dietas, de las desmañanadas, de la abstinencia sexual. Por ello, hay en los boxeadores una suerte de abnegación, un ánimo de autosacrificio que, muchas veces, permea su personalidad y evita que pierdan la cordura mientras persiguen el sueño de, un día, pelear por un título mundial.
El boxeo engloba historias acerca de la vida y de la muerte, de personas que se consagran a este rudo deporte desde su infancia. Al igual que los actores, los músicos y los escritores, los boxeadores encuentran en el cuadrilátero su vocación, su verdadera razón de ser. Como si no tuvieran bastante con los golpes que les da el barrio, suben al ring a darlo y a recibirlo todo, y a veces sus fugaces historias duran lo que duraría un combate —como los antiguos, a quince rounds.
Recuerdo con claridad la primera vez que vi una pelea por televisión con un vecino de la Guerrero que también era muy aficionado al box y fanático del gran Rubén “Púas” Olivares: ver cómo se apasionaba, gritaba y daba instrucciones hizo que yo empezara a sentir esa misma pasión por el boxeo. Para mí fue una visión, como si se tratara de un rito antiguo en el que batallaban la luz y la oscuridad, a la vez que una ceremonia: la del antiguo juego de pelota en el que había siempre un vencedor y un vencido, una ceremonia de destrucción y muerte. Desde entonces me di cuenta de que el arte de la fistiana —así también se le llama a este viril deporte— se construye sobre esa dualidad en la que hay un gladiador —como los de la antigua Roma— que es el ídolo de una plebe que lo impulsa a acabar con su rival y, por otro lado, hay también un rival, un retador que busca la gloria imponiéndose sobre el ídolo —el favorito, el de los pergaminos—, sin importar si en ello le va la vida.
Los recuerdos me llevan muchos años después, a la primera vez que asistí a una arena de box: la legendaria Arena Coliseo, donde fui a ver a un boxeador al que apodaban “El Guapo” por el clásico sarcasmo del mexicano que ve en los defectos de la gente alguna virtud —porque este hombre de guapo no tenía nada… ¡pero era un gran peleador! El público en la arena se desbordaba en un coro que al unísono sonaba: “Guaaapo, Guaaapo…” Los apostadores pululaban por doquier, como aves de rapiña, esperando a que cayera un ingenuo que apostara —eso sí, concediendo alguna ventaja, para que la concurrencia se animara.
La colonia Guerrero
Podríamos enumerar a una infinidad de prospectos y boxeadores que se forjaron en el barrio de la Guerrero. Recuerdo, por ejemplo, que Carlos Zarate —el gran “Cañas”— entrenaba en el gimnasio Atlas, que se ubica en la calle de Zarco casi esquina con Camelia —donde, por cierto, fimaron la serie de televisión Cloroformo y también han filmado películas como Matando cabos (2004), Cantinflas (2014) y otras relacionadas con el arte del boxeo. Cómo olvidar al incuestionable Rodolfo “Chango” Casanova, con su fiereza, o al consumado bailarín Raúl “Ratón” Macías —al que vi bailar en el Salón Los Ángeles, donde era un asiduo asistente a los jueves de danzón— y a tantos otros que dieron su vida por el boxeo. También recuerdo al gran Salvador Sánchez, quien hizo sus pininos en aquel gimnasio, de la mano del manager José Palacios —oriundo de la calle de Estrella—, y a Lupe Pintor, dirigido por el gran “Cuyo” Hernández.
Es importante señalar que el entrenador —o manager, como se les llama a estos forjadores de ídolos— no solamente enseña la técnica, la táctica y la preparación física, sino que en ocasiones debe fungir como mentor y hasta psicólogo, pues la mayoría de los pugilistas quieren llegar al estrellato de inmediato, sin saber que en este deporte una de las virtudes que uno debe tener es la paciencia.
Y si el mundo de las arenas es hechizante, el mundo de los gimnasios no lo es menos. Ver el péndulo de los costales al ritmo del golpe sólido y sonoro, y el salto de la cuerda como si fuera un panal de avispas que emite un zumbido vibrante a cada segundo, es excitante y ensordecedor. Recordar los gimnasios improvisados en las vecindades de la Guerrero, entre tendederos y lavaderos, es volver a ver pandillas de agitados muchachos que brincaban y posaban como los ídolos del momento, como los que habían visto en la televisión y las revistas.
El boxeo es un mosaico de personas hechas en el barrio: seres humanos tan diferentes cuyo mestizaje, léxico y sincretismo cultural sólo es advertido por su misma gente, que cifra sus esperanzas en su ejemplo y temperamento. Al final, el escenario no sólo es el ring o la arena, sino la vida misma, y los hechos transcurren desde la infancia: niños que aún no cumplen los ocho años —como el gran Juan Manuel Márquez— que son forjados desde esa edad para llegar a ser campeones mundiales.
Los pensamientos se confabulan como la memoria de los viejos habitantes de la Guerrero —entre los que destacan: el ingeniero Rafael Martínez de la Torre, Antonio Díaz Soto y Gama, Antonio y Antonieta Rivas Mercado, Xavier Villaurrutia, Federico Baena, Yolanda Vargas Dulché, Mario Moreno “Cantinflas”, Joaquín Capilla, Chava Flores, Manuel Esperón, Rodolfo Garduño, Chela Campos, Eduardo Manzano, Guillermo Orea, Ricardo Montalbán, Antonio Palafox, Saúl Hernández, Paquita la del Barrio y tantos otros que están ahí flotando en el ambiente—, y hay certidumbre de que las cosas pueden cambiar para bien, para un progreso en todos los niveles de la vida.
Así como existe el día, existe la noche. A la honradez y al pundonor del boxeador, el barrio los hace vecinos del truco y de las mañas. Existe el mundo del héroe y del bribón, de la tragedia y la comedia: esos dos rostros que señalan destinos opuestos. Así es el mundo del barrio y del boxeo, tan humano, tan virtuoso y tan apasionante, de demoledora precisión y distancia; un mundo donde toda la vida es retratada en los tres minutos que dura un round…