
Hace poco más de cien años, un neurólogo austriaco de nombre Sigmund Freud publicó el libro Die Traumdeutung —La interpretación de los sueños—, en el cual expuso una teoría novedosa y efectiva para remediar las psicopatologías que imperaban en el naciente siglo XX —como las neurosis y la histeria—, e introdujo un concepto polémico: la teoría del inconsciente; es decir, la serie de procesos automáticos que ocurren en nuestras mentes, que no están sujetos a nuestra introspección y que determinan gran parte de nuestro comportamiento.
Con el tiempo, las ideas expuestas por Freud se convirtieron en una de las teorías más revolucionarias de nuestra era, y habrían de cambiar radicalmente nuestras concepciones sobre los trastornos mentales y, sobre todo, el modo de tratarlos. Aunque fue un proceso lento, poco a poco la sociedad occidental fue aceptando la idea de someterse a un proceso prolongado y minucioso en el que, tendido en un diván, uno procede a narrar hechos significativos de la vida presente o pasada, mientras el doctor nos escucha y hace anotaciones inescrutables para el simple mortal; a través de esa recapitulación, uno logra lo que la primera paciente de Freud denominó como la “cura por el habla”.
Como cualquier idea genial, el psicoanálisis dio origen a una multitud de críticas, interpretaciones y corrientes. Sin embargo, la idea de la terapia psicológica como un remedio para los dolores del alma, las fobias incontrolables, las depresiones más o menos profundas, las angustias y las obsesiones, ha echado raíces en nuestra sociedad y es generalmente aceptada como un medio eficiente para alcanzar el equilibrio y la salud mental. Pero no siempre es así…
Cuénteme sobre su madre
La primera vez que acudí con el psicólogo fue a los quince años porque sufría ataques de pánico —si eres fiel lector de Bicaalú, seguramente recordarás el episodio. Como nos sucedía a los adolescentes en aquella prehistoria de los años previos a Google, yo no tenía la menor idea de qué me estaba sucediendo. Siendo mi madre enfermera, lo más natural fue pedirle que me consiguiera una cita con el psicólogo de la clínica donde trabajaba. Y así fue: el sujeto en cuestión —un chambón hecho y derecho—, todo sonrisas, me pedía que me sentara y que le platicara qué me llevó ahí; luego, me encargó que comprara dos libros: Desde el jardín, de Jerzy Kosinski, y el bestseller sobadísimo Tus zonas erróneas, del doctor Wayne W. Dyer —quien años después, merced a una “experiencia”, se dedicó a escribir sobre bolas de luz interna y sanaciones con las manos—, cuya lectura me nutrió, pero no me ayudó. Luego, el acomedido doctor —ya que no me cobraba y me atendía como un favor a mi madre— me recomendó llevar un diario de sueños, cosa que lejos de tranquilizarme, me provocó insomnio. Después de la quinta o sexta plática —porque a aquello no se le podía llamar “sesión”— sobre mi vida sexual —o, a mis quince años, sobre la falta de ella—, decidí que el hombre no me estaba ayudando y lo dejé.
Tras casi una década de abstinencia, los vuelcos de la vida —y de mi estómago— me llevaron de nuevo al diván, esta vez en el impecable consultorio de un psicoanalista freudiano, pero no ortodoxo, que atiende en las calles de Polanco. Por supuesto, su hora era estratosféricamente cara, pero con él logré grandes avances en cuanto al manejo de mi vida y a mi desarrollo personal; por desgracia, el origen árabe del “loquero” permeaba en sus frases y posturas machistas, que al principio —y ante la ausencia de un padre en mi formación— me servían para definirme como hombre, pero que a la larga terminaron generando en mí un gran rechazo. Así que, de nuevo, me di de alta voluntariamente.
De la Seca a la Meca
Y ahí nomás empezó una suerte de peregrinación a la Meca. Primero, intenté con la mentora de una amiga psicoanalista, y al sólo ver su mirada aguda y penetrante, como de águila, su gesto adusto y desorbitado, su ropa ajustada y sus botas altas —recuerdo cómo cruzaba lánguidamente la pierna mientras colocaba el dedo índice en su sien, exhibiendo el gesto que se ha convertido en un cliché de los psicoanalistas, y comprobaba fijamente si mis ojos recorrían sus muslos con medias negras, o no—, sentí una desconfianza instantánea. Al día siguiente, al contárselo a mi amiga, ella dijo que “no había habido transferencia”, refiriéndose a la parte del proceso terapéutico en el que, a grandes rasgos, el paciente es capaz de actuar los elementos de la neurosis en presencia del analista —una suerte de confianza pero que a mí me sonó a un término de radioaficionado. Todo acabó cuando le dije que quería intentar otro tipo de terapias no psicoanalíticas: se escandalizó y me dejó de hablar.
Desterrado como estaba de los dominios de Freud, vi a una psicóloga gestaltista, rechoncha y amable, que me atendía en un consultorio en su casa; la mujer era muy afecta a una especie de juego de rol, que practicaba con frecuencia, y era tan empática con lo que le contaba que —¡oh, fatalidad!— se ponía a llorar conmigo cada vez que le contaba un episodio doloroso de mi vida. “Es que no puedo creer que te haya pasado eso”, me decía, compadeciéndose del día en que me fue expropiado el cochinito donde ahorraba mis domingos; al cabo de la tercera o cuarta dosis de lágrimas solidarias —y de multitud de kleenex lloriqueados y moqueados—, le cedí mi espacio a alguien con problemas un poco menos dolorosos para que la buena mujer no se nos trastornara tanto.
Después vinieron una psicóloga funcionalista viejita, con evidentes resentimientos hacia los hombres; un psicoterapeuta con un visible tic nervioso, al cual dejé no porque éste me causara una risa incontrolable durante las sesiones —lo cual sucedía—, sino por mi miedo a lo que había en la personalidad del doctor, oculto tras ese continuo espasmo nervioso involuntario; y, casi al final del camino, un sexólogo que me recetó, así de entrada y sin decir agua va, dos lindas semanas de abstinencia sexual absoluta —por supuesto, no llegué ni al quinto día.
Y los traumas de otros
Pero no soy el único con historias similares. Alguien me contó que, tras pagar una millonada a una psicóloga judía, pelirroja y bellísima, se dio cuenta de que tenía que suspender la terapia porque no podía dejar de verle las piernas. Otro más, que se atendía por problemas de celopatía, fue despachado por su psicóloga sesentona con un paradójico “Tú, a tu edad, debes aprender a confiar en la gente, porque yo, a la mía, ya me di cuenta de que no se puede confiar en nadie” —me lo imaginé cayendo en una casilla con serpiente y retrocediendo hasta la casilla uno. Y otra persona —que quizá conozcas, por cierto— que, cuando niña, iba con un psicólogo que la hacía mirar a través de una bola de cristal durante veinte minutos “para que se relajara”; un día, este señor le pidió que invirtieran papeles, así que ella se puso la bata blanca y lo sentó a ver la esfera cristalina… durante todo el tiempo que duraba la sesión. Parece que el doctor no quiso volver a saber de ella.
También he oído muchas historias románticas de mujeres que terminan enamorándose perdidamente de su psicoanalista, y de profesionales que sufren de un terrible síndrome de contratransferencia —no hay tiempo para explicarlo, por favor busca en el diccionario— y terminan encamándose con su paciente. O de afamados psiquiatras, con libros que se venden como pan caliente, que aconsejan a sus pacientes —una joven empresaria, por ejemplo— no confiar en su cliente, 20th Century Fox, porque fox significa “zorro”, y estos animales son astutos y tramposos. O de quienes se quedan dormidos durante la sesión. O de obsesos sexuales. O de aspirantes a Sherlock Holmes, que determinan la personalidad de su paciente sólo de mirar sus ropas y de verlos llegar acompañados de su madre.
Pero aclaro: el reporte de estos casos no busca demeritar la noble tarea de los profesionales de la mente, sino ilustrar cómo en esto de la psicología, como en todos los aspectos de la vida, en ocasiones el remedio es peor que la enfermedad.
