Rayando la eternidad

Rayando la eternidad
Josué Ortega Zepeda

Josué Ortega Zepeda

De buen humor

Salvador Dalí, ese gran excéntrico, megalómano y narcisista considerado el principal exponente del surrealismo, alguna vez comentó: “De ninguna manera volveré a México; no soporto estar en un país más surrealista que mis pinturas”. Cuando leí esta frase por primera vez, pensé que era excesiva y no pude evitar que mi orgullo patrio me arrancara una risa irónica. “No se puede esperar más que juicios exagerados de un tipo que no hizo más que exagerar toda su vida”, pensé.

Tiempo después, mientras dormitaba en el sillón, desperté con las carcajadas de mis hijos, quienes veían Nacho Libre (2006) en la televisión. Sin entrar en mucho detalle, diré que la dichosa comedia —protagonizada por Jack Black y Ana de la Reguera— narra la historia de un niño huérfano, adoptado por un monasterio en Oaxaca, cuyo mayor sueño es convertirse en luchador.

La escena que me regresó tan de repente a la vigilia mostraba la tradicional sala de un hogar mexicano: un enorme mueble de madera lleno de repisas y nichos, con infinidad de objetos como multicolores carpetitas bordadas, niños Dios disfrazados de futbolistas, muñecas de porcelana con vestiditos sobrecargados de holanes —cuyas miradas perdidas aterrorizarían a la mismísima Annabelle— y recuerditos de plástico de primeras comuniones, quince años y bodas.

Fue entonces cuando entendí que tal vez, sólo tal vez, Dalí no había exagerado al calificar a México como más surrealista que su propia obra. A propósito, también me vino a la mente un capítulo del exitoso programa ochentero estadounidense ¡Aunque usted no lo crea!Believe It or Not!—, donde se maravillaban del hecho, común entre quienes vivimos en la que fue la gran Tenochtitlán, de que los días 1 y 2 de noviembre comamos cráneos de azúcar.

Cráneos de azúcar

Al parecer, necesitamos que alguien de fuera llegue a concientizarnos de que somos una nación sumamente peculiar que le echa limón a todo —“limón al limón”, dicen por ahí—, hablamos “cantadito”, somos muy amables —una española se lo dijo alguna vez a mis padres— y hacemos chistes de todo. De hecho, parece que los mexicanos llevamos la comedia en la sangre, que “desayunamos payaso” todos los días… incluso en situaciones de tragedia.

Estos días de confinamiento, como para todos, han sido duros para mi familia. No ha sido fácil interactuar en el mismo espacio las 24 horas, los siete días de la semana, compartiendo la misma red justo en esos momentos cuando el jefe o el maestro están dando instrucciones específicas… y entonces se congela la imagen y se “robotiza” el audio al punto que parece que están hablando en venusino. Ha habido riñas, ¡por supuesto!; pero, si hiciera un balance, diría que la mayoría de las situaciones las hemos resuelto a través del buen humor.

Es muy común que, en pleno horario laboral o durante las horas de ocio, nos enredemos en dimes y diretes que, al final, acaban con una estridente explosión de carcajadas. “¿Dónde están las cámaras? ¡Ya, digan dónde esconden las cámaras!”, bromeó mi hijo una de las últimas ocasiones, como si nuestra vida fuera un capítulo sacado de The Truman Show.

Mi hijo y yo, que compartimos espacio y señal de internet, debemos estar muy cerca durante nuestro tiempo escolar y laboral; así, hemos compartido anécdotas verdaderamente chaplinescas. En una ocasión, mientras el maestro regañaba al grupo por no sé qué razón, yo, con audífonos y totalmente absorto en mis pensamientos, tuve la gran idea de cruzarme a acariciar a nuestra gatita Paprika; mi trasero quedó justo frente a la cámara unos segundos hasta que mi hijo, con ademanes, hizo notar mi inconsciente ofensa para tan solemne momento.

Gatita

En otra ocasión, me dio un ataque de tos. Una vez más, por llevar los audífonos puestos —¡esos malditos audífonos!—, no me percaté de que mi hijo necesitaba intervenir y responder a lo que un maestro le preguntaba. Lo que siguió entonces fue un momento de perfecta sincronía no planeada, donde el exagerado ataque me asaltó justo cuando mi hijo encendió el micrófono, y terminó exactamente cuando lo apagó, ¡aunque usted no lo crea!­ La cómica situación se convirtió casi en un sketch al más puro estilo de Chespirito.

La verdad es que podría escribir dos artículos más acerca de situaciones parecidas, pero creo que mucho mejor que eso será concluir con una frase de la extraordinaria cinta Jojo Rabbit (2019): “Deja que todo te pase. Belleza y terror. Sólo sigue adelante. Ningún sentimiento es final”. Una sabia reflexión. No obstante, en una opinión muy personal, creo que la alegría puede rayar en la eternidad; entonces, ¿por qué no optar por ella?

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